Llorones, apolíticos e inofensivos
La alemana Meredith Haaf retrata a la generación de los ochenta en el irónico y mordaz «Dejad de lloriquear»
david morán
«Mi generación no supone un peligro para nadie, excepto para sí misma», escribe Meredith Haaf (Munich, 1983) en «Dejad de lloriquear. Sobre una generación y sus problemas superfluos» (Alpha Decay) lúdico y mordaz ensayo en el que escanea, soltando algún que ... otro sonoro guantazo, a su propia generación, la de aquellos nacidos en los ochenta. El «mi», en este caso, es importante, ya que Haaf nunca pierde de vista que ella misma forma parte de esa generación instalada en el lloro y la tristeza; una generación de pucheros, banalidad y expectativas nunca resueltas; una generación que se ha moldeado en torno a ingeniosas identidades digitales y perezosos retuits que corre el riesgo de desaparecer absorbida por su propia abulia.
A la alemana, curtida en la precariedad de las becas y las prácticas y recién ascendida a la asombrosa —por increíble, vamos— categoría del empleo fijo, le preocupa especialmente que sus compañeros de quinta, sobre todo los alemanes —a ellos, de hecho, está dirigido el libro—, carezcan de cualquier tipo de implicación y conciencia política. «No existe un sentimiento de urgencia para hablar de política o de posibles cambios. Y cuando lo hay, mucha gente cree que basta con escribir un tuit. Mira, por ejemplo, lo que ocurrió con el juicio a las Pussy Riot: todo el mundo tuiteaba “Libertad para Pussy Riot” y cosas por el estilo, pero solo unas pocas personas se plantaron frente a las embajadas rusas. Y en cuanto acabó el juicio, ya había un nuevo hastag, otro centro de atención, circulando por la red», explica Haaf.
Lo alarmante del caso, sin embargo, no es que las redes sociales se hayan convertido en «una herramienta de distracción vacía», sino que para Haaf representan ese nada hacia la que se encamina esta generación de lacrimales incontrolables. «Crecimos de manera diferente a la generación de nuestros padres, más protegidos y con unas expectativas que se han ido alejando de nuestra formación. Nos dijeron que podríamos ser lo quisiéramos, pero siempre con la idea de que las cosas irían a peor, y creímos que ese era el orden perfecto», explica.
Y aunque solo eso ya bastaría para lanzarse a la calle arreando coces y pidiendo explicaciones, Haaf insiste en que el materialismo y el utilitarismo generacional acaban filtrando únicamente las preocupaciones más prosaicas. «La gente ya no ve qué interés o sentido puede tener la Filosofía o la Ciencia Política. No saben construir argumentos ni les interesa discutir. Eso es el pragmatismo de nuestra generación», asegura. Y si el enfado supera el límite de lo permitido, uno siempre podrá enviar un airado e indignado tuit al ciberespacio y pasar a otra cosa.
Aún así, la joven escritora alemana considera que no todos los males son achacables exclusivamente a este suerte de generación perdida y a la deriva. «Creo que están sacrificando toda una generación. La generación anterior sigue siendo muy dominante, y la nuestra únicamente oye palabras como austeridad, desempleo e infelicidad», apunta Haaf, para quien la solución a tamaño desconsuelo no se antoja nada fácil. Ni mucho menos. «Quizá la gente tenga que cambiar su vida y encontrar otros modos de vivir», asegura.
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