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LIBROS

«La larga cadena del ancla»

¿Y si Shakespeare interpretara a Hamlet? Así lo imagina uno de los máximos poetas franceses, Yves Bonnefoy, en este texto inédito en español. Forma parte de «La larga cadena del ancla», que Galaxia Gutenberg publica el 7 de septiembre

Laurence Olivier dando vida a Hamlet en una representación de 1948 Colección ABC

YVES BONNEFOY

Esta puesta en escena no tenía más que una aspiración, se decía, conformarse a las exigencias del texto.

Por ejemplo, cuando los centinelas intercambian sus primeras palabras, lo que ha intentado el director de escena es que la noche aparezca tal como esos soldados la experimentan en lo alto de las murallas, en medio del frío. Un frío que reina también en la sala, si este lugar de escucha es una sala. Los espectadores que están aquí cuando llego están acurrucados, envueltos en sus ropas en las que se resguardan a veces casi tumbados en el suelo, por lo que debo ir poniendo con cuidado los pies en los estrechos espacios entre los cuerpos, de los que veo sobre todo la lana de los abrigos sobre la arena clara, más raramente la seda de los vestidos. En verdad, es como si estos hombres, estas mujeres -muy pocos niños-, hubieran llegado hace ya muchos días, o más bien noches. Pues han encendido hogueras que de cuando en cuando horadan con sus humaredas rojas la oscuridad que no tiene límites. Y algunos duermen, oigo su aliento regular, apacible, pero me cruzo también con miradas que están al acecho, penetrantes, me dan miedo, aprieto el paso. A lo lejos, por momentos, gritos de esos que no se lanzan sino en sueños. Voy, vacilante, volviendo sobre mis pasos , manteniendo sin embargo mis ojos fijos sobre la escena.

¿La escena? Está vagamente iluminada, pero distingo en ella rocas muy altas, lluvia, y cuatro o cinco hombres o mujeres atareados en torno a una mesa sobre la cual hay puesto un libro. Uno toma el libro, mira la página por donde está abierto. «Leo, dice, Who is there?». En torno a él, exclamaciones confusas. La otra gran aspiración del director de escena, en efecto, es comprender el texto. Sí, en primer lugar, tomar todas sus palabras literalmente, pero también descubrir todo el sentido de lo que dicen. ¿Y cómo hacerlo, en esta oscuridad? Los ayudantes del director de escena , esos seres vagos que se agrupan en torno a él, no están de acuerdo ni con él ni entre sí, me da la impresión. «¿Quién va?». De hecho, ¿cómo se puede saber quién va?

El abismo de la palabra

«¿Y qué se dice después?», exclama alguien. «Friends to this ground», contesta algún otro. Tras lo cual, un tercero se agacha, recoge del suelo una piedra grande, la levanta con esfuerzo, aparta a sus amigos, intenta lanzarla, lejos. Si el actor lanzara esta piedra, pregunta, ¿tendría eso algún sentido? Atención, le responde una mujer joven. Tú eres uno de los actores , no lo olvides, y el espectáculo ha comenzado ya. Ha comenzado desde hace horas, días.

Pero de pronto hay una gran agitación en la sala, por todas partes la gente se levanta, se despereza, lanza exclamaciones, se pone en movimiento porque acaban de comprender que en realidad la representación tiene lugar también en otro sitio, en otro sitio tanto como aquí, y por ejemplo, en este mismo momento, en un chalet de montaña al que no se puede llegar sino por un estrecho sendero donde hay tramos en los que ha nevado y en los que aún quedan charcos. Ese chalet, una de esas construcciones de madera ligera estilo reloj suizo de cuco, como era costumbre poner al fondo de la escena de los grandes teatros en los siglos del bel canto. Habrá que empujar la puerta, aventurar la mirada en esta alcoba iluminada -una lámpara sobre una mesa-, ver allí a Hamlet insultando a su madre . ¿Gertrudis? Sí, hundida en una cama, con los hombros desnudos y todos los cabellos en desorden. Esconde la cara en la mano. «No me abrumes», gime. Ay, ¿quién va a interesarse en su suerte? Ahora corre el rumor de que un poco más arriba, por el mismo camino, el director de escena se ha situado ante «Hamlet» desde otro punto de vista. Bella y noble fachada esta vez, toda de piedra, y columnas en lo alto de las gradas, y sobre la más alta, dos seres indescifrables que veo -yo, al menos- luchar silenciosamente , con las manos desnudas de uno abiertas sobre las manos desnudas del otro. ¿Desde cuándo tiene lugar este enfrentamiento, y durante cuántas horas, durante cuántas noches va a continuar? ¿Es eso, «readiness», eso, el triste deseo que se arremolina y se ahonda en el abismo de la palabra? Por encima de ese vano combate, la pared rocosa, el viento frío.

Gritos desgarradores

¡Y hay tantas otras escenas! Y los espectadores saben muy bien que hay que partir en su busca, incluso allá lejos, en esa especie de morrenas, bajo esos abetos cubiertos de nieve, abriendo con audacia puertas tras las cuales, a veces, hay gritos, desgarradores. El teatro es grande como la montaña. El teatro es la montaña . Por allí vaga Ofelia, descalza. La vemos pasar, nos apartamos, está sola, canturrea por momentos, qué soledad tan grande la suya.

¡Cuánto trabajo, esta puesta en escena de «Hamlet!» ¡Cuántas tentaciones para el responsable, cuántos deseos que hay que rechazar pero que hay que comprender, en primer lugar, comprender! Por ejemplo: ¿qué hace ese niño que llora al borde del camino? Un anciano sabio en ropa de viaje, es Basho, el benefactor, se detiene junto a él, le pone la mano en el hombro, le hace preguntas, lo escucha, menea la cabeza, se aleja. ¿Y qué hace esa segunda muchacha, ligeramente vestida, que cría grandes pájaros negros en una especie de establo, en el que se oyen piafar caballos en la sombra, a veces relinchar? Dicen que en la puesta en escena de «Hamlet» es el propio dramaturgo, que vuelve a ser el actor que había sido, quien ha sido requerido para venir hacia ella, por un largo camino a través de las piedras del tiempo, de las voces del espacio. Se acerca, no se sabe seguro dónde está, quizá va a aparecer en cualquier punto de la vasta escena, llevando en la mano una lámpara de petróleo, sobre su rostro la máscara que son las palabras de la poesía.

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