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CINE

Juan Mariné: «Tras sobrevivir a la Guerra Civil juré que mi vida entera la dedicaría al cine»

El cineasta debutó en la Segunda República, con 14 años, y se convirtió después en uno de los directores de fotografía y restauradores más importantes, innovadores y longevos de la historia de España

Aún hoy, a sus 96 años, sigue trabajando cada día en la ECAM en la investigación tecnológica para restaurar películas antiguas

Juan Mariné, a sus 96 años, en su búnker de la ECAM JOSÉ RAMÓN LADRA
Israel Viana

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El primer recuerdo de Juan Mariné (Barcelona, 1920) tiene que ver con el cine. Se remonta a 1924, cuando unos comerciantes de antigüedades de Arenys de Mar, a donde su madre le había enviado para que se curara de «una tos muy fea», le proyectaron los primeros cortometrajes de Chaplin con un novedoso sistema de cine casero traído de París. «Aquello era una maravilla, me impactó muchísimo», recuerda desde su búnker en la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid (ECAM) , donde aún hoy, a sus 96 años, se entrega cada día con pasión a la investigación para restaurar películas antiguas.

Tan emocionado regresó a Barcelona que su padre no tuvo más remedio que llevarle a una sala de verdad, aunque nunca más volvió a acompañarle. No supo ver en los ojos brillantes de su hijo que aquel mundo le arrastraría hasta convertirle en uno de los directores de fotografía más importantes, innovadores y longevos de la historia de España. Ni siquiera Buñuel y Dalí habían rodado aún Un perro andaluz, ni Charlot estrenado, en aquel Hollywood incipiente, obras maestras como « Luces de la ciudad » o « Tiempos modernos ». Todo estaba por hacer y el pequeño Mariné quería ser partícipe de ello, obligando a su madre a inscribirle en la escuela antes de tiempo: «En las películas hay cosas escritas y aún no he aprendido a leer. Me negáis lo que pasa en el mundo», repetía indignado a sus cuatro años, con los subtítulos recién implantados en España.

Era el primer milagro que el cine obró en su vida. El segundo se produjo un día de noviembre de 1934, cuando su tío le pidió que llevara las nuevas cámaras Súper Parvo a los estudios Orphea y se coló en el rodaje de «El octavo mandamiento», de Arthur Porchet . Mariné, que luce un pelo blanco y denso sobre un rostro poco arrugado, lo recuerda como si hubiera ocurrido ayer y no hace casi un siglo. «El director había cortado varios planos con una bronca tremenda y yo me di cuenta de que uno de los auxiliares se olvidaba siempre de enchufar la cámara. En la siguiente toma, me levanté en silencio y lo hice yo. Todos me miraron como si fuera un extraterrestre. Al acabar la jornada, el operador me preguntó: “¿Vendrás mañana?”. Y al final del rodaje me contrató a razón de 10 pesetas por película, más de lo que ganaba mi padre», cuenta.

Una guerra de cine

Era el inicio del cine sonoro y de su carrera. Tenía solo 14 años. La industria española se consolidaba y vivía una de sus épocas doradas durante la Segunda República . Cifesa exportaba sus filmes a Latinoamérica y hasta «The New York Times» los reseñaba en sus páginas. «Los cines estaban llenos casi siempre. Recuerdo el estreno de "Fra Diávolo" en 1934, de Laurel y Hardy , con esas escenas increíbles y quinientos espectadores muriéndose de risa», añade.

[ Crítica de «Fra Diávolo», en ABC, publicada en 1934 ]

Ni siquiera la Guerra Civil, que estalló mientras Mariné rodaba « La canción de mi vida » como auxiliar de cámara, acabó con su sueño. Con las primeras bombas trabajó en la mítica « Aurora de esperanza », de Antonio Sau, aquel precedente paradigmático de lo que luego se denominaría «neorrealismo europeo», considerado por los críticos como uno de los trabajos más importantes del cine español. «Me daba cuenta de que aquella era una película importante por los medios que pusieron a nuestra disposición. Y reconozco que nunca he visto a nadie actuar como Félix de Pomés , pero era un filme de propaganda y a mí la política no me interesaba nada. Yo solo quería que la gente trabajase y no se matase», explica.

En esos meses también participó en el debut de Paco Martínez Soria , fue nombrado responsable del material del Sindicato de Industria del Espectáculo (SIE) de la CNT, fichado después por Laya Films y encargado de rodar el «multitudinario» e histórico entierro de Buenaventura Durruti . Aún recuerda cuando un jefe del sindicato anarquista trató de convencerle para que, ante la creciente tensión de Barcelona, llevara siempre encima una pistola. Su respuesta fue tajante: «Yo no soy policía, soy operador de cámara».

[ El cine durante la Guerra Civil: entre las bombas y el folclore ]

Al final no tuvo más remedio. Fue enviado al frente con 17 años y tuvo que enfrentarse a los primeros muertos de su vida más allá de la ficción: «Fue horrible. El compañero con el que compartía plató por el día ya no estaba por la noche». La vida se aceleró para él y, en los siguientes dos años, vivió una odisea que bien hubiera merecido una película: se salvó por los pelos de la matanza de 130 compañeros de su división, perdió la audición del oído derecho por una explosión, fue reclutado por el comandante Líster para que disparara fotos en vez de balas en el frente y encerrado, más tarde, en los campos de concentración de Saint Cyprian, Argelès-sur-Mer y, por último, en La Rinconada, en Sevilla, de donde fue rescatado por su padre a través de un contacto: «“¿Eres Juanito?”, me preguntó al verme, de lo delgado y enfermo que estaba», rememora.

«El gran Ziegfeld»

Lo primero que hizo nada más recuperar la libertad fue ir a ver « El gran Ziegfeld » (1936), de Robert Z. Leonard. Fue toda una señal: «Había visto tanta muerte que estaba convencido de que no sobreviviría, así que, cuando lo conseguí y me vi en aquella sala, no me lo podía creer. Me di cuenta de que mi vida era el cine y juré que dedicaría a él mi vida entera». Se puso en marcha inmediatamente con « La tonta del bote » (1939). Compaginó los primeros rodajes con el servicio militar. «Trabajaba tanto que apenas dormía, fue terrible. La industria se quedó muy mal, sin medios ni dinero, y las películas que rodé en Barcelona en esos años eran todas muy malas», asegura Mariné.

Por eso decidió marcharse a Madrid en 1947. Tenía 27 años y un pasado en el bando perdedor que le persiguió, como a todos, aunque a él nunca le hubiera interesado la política. En sus primeros filmes en la capital tuvo que soportar que le llamaran «rojo», «separatista» y «masón», pero era tan bueno que pronto debutó como director de fotografía en « Cuatro mujeres », de Antonio del Amo. Su trabajo con la luz y la imagen fue tan magistral que Metro-Goldwyn-Mayer compró la película. «El productor ganó tanto dinero que volvió a pagarme el sueldo íntegro, 20.000 pesetas. A partir de ahí ya nadie quiso contratarme como ayudante por miedo a que pusiera en evidencia al director», explica.

En las siguientes décadas filmó a un ritmo tan exagerado que, a pesar de los días que pasó invitado en casa de Orson Welles para dar unas conferencias en UCLA (Universidad de California en Los Ángeles) y en la Academia sobre su trabajo, no tuvo tiempo de pensar en Hollywood. «Tampoco me interesó. Nunca sentí atracción por aquella industria ni envidia por los que se fueron a Los Ángeles, aunque respetaba su esfuerzo por llevar al cine donde está ahora».

La primera película en color

Aquí sumó más de un centenar de títulos importantes con directores tan dispares como Edgar Neville , José Luis Sáenz de Heredia , Antonio del Amo , José María Forqué o Gerardo Herrero . Todos sabían que era capaz de encontrar la luz perfecta en cada plano, por imposible que fuera. Siempre experimentando, reinventando el cine, como cuando le pidieron que se encargara de fotografiar la primera película en color de la historia de España: « La gata » (1956). Tal era su obsesión que se estuvo preparando durante meses e, incluso, se marchó varias semanas a Francia para aprender todos los secretos del nuevo sistema: «Temperaturas idóneas, fotómetros adecuados, compensación de filtros...», enumera Mariné, que disfruta perdiéndose en el lenguaje técnico, aunque inalcanzable para la mayoría de los mortales.

Ningún reto le detenía. En los años 60 inventó nuevas maneras de sensibilizar las películas para poder rodar de noche y creó innovadoras formas para recuperar filmes dañados durante los rodajes. Gracias a ello, por ejemplo, Alberto Closas, Pepe Isbert y José Luis López Vázquez no tuvieron que volver a rodar, en 1962, « La gran familia ». En ese momento nació precisamente su vocación de restaurador, que desempeña aún hoy cada día, incluso gastando en materiales parte de los 900 euros que recibe de pensión.

Y mientras compaginaba ambas profesiones en las siguientes décadas –sacándose de la manga efectos especiales impensables para la época, como los de « Supersonic Man » (1979), un superhéroe español de culto que rodó al mismo tiempo que el «Superman» de Christopher Reeve, pero con mucho menos presupuesto–, iba construyendo máquinas con las que resucitó viejas cintas del cine mudo y sonoro español que hoy estarían perdidas de no ser por su tenacidad y pasión. Títulos como « La venenosa » (Roger Lion, 1928), « La aldea maldita » (Florián Rey, 1929) o « Santander, la ciudad en llamas » (Luis Marquina, 1944), entre otras muchas, que le valieron prestigiosos galardones como el Premio Juan de la Cierva de Investigación.

Su último rodaje fue « La grieta » (1990), donde se infectó con el anisakis y estuvo a punto de morir. «Es la última película que ruedo», se prometió apenado a sus 70 años, al mismo tiempo que recibía la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Y casi treinta años después, ahí sigue, sin salir de un búnker al que los alumnos de la ECAM hace años bautizaron como el «sub-Mariné». Se ríe y agarra del brazo con una fuerza inusual para su edad. ¿Aún le queda algo por hacer? «Esa pregunta no está bien… si vengo todos los días es por algo», responde, frunciendo el ceño.

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