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LIBROS

¿Por qué hay gente que odia la poesía?

El escritor Juan Bonilla se pregunta por la paradoja de un género revestido de prestigio, pero sombreado de mala fama. A partir de un ensayo del novelista Ben Lerner, hace una encuesta entre colegas para tratar de entender ese desdén

Ben Lerner, autor de «El odio a la poesía» Robie Shorts

JUAN BONILLA

Desde que Platón expulsara a los poetas de su República, cualquiera que escriba versos puede afantasmarse con la impresión de que se dedica a algo lo suficientemente importante como para haber suscitado las iras del inventor de la filosofía . «Cualquiera que lee "La República" es imbuido de la idea de que la poesía es una cuestión social candente», escribe Ben Lerner en su ensayo « El odio a la poesía» (Alpha Decay, traducción de Elvira Herrera), donde cuenta que cuando se declaró a sí mismo poeta ya sabía que la trascendencia de su vocación no se debía al impacto que suscitasen los poemas sino al hecho de que la figura fundadora de la tradición occidental hubiera llegado al convencimiento de que los poetas eran dañinos para la sociedad.

Prestigio y mala fama

Lerner investiga en las razones por las que la poesía ha cargado desde hace siglos con la paradoja de revestirse de un prestigio que sin embargo se sombrea de mala fama. El odio al que se refiere Lerner es un odio que agrupa a quienes consideran que la poesía es peligrosa o inútil o simplemente desagradable y, en cualquier caso, ha estado siempre muy sobrevalorada. En ese grupo de enemigos de la poesía cuenta a los propios poetas (Lerner reconoce que, a pesar de dedicarle horas de estudio y las mejores puntas de su talento, él también odia la poesía porque para él el odio a la poesía es una sustancia irreversiblemente unida a la propia poesía). Pero ¿exagera al plantear así las cosas? Al poeta y narrador Felipe Benítez Reyes (1960) le parece «un poco melodramático eso del odio genérico a la poesía. Supongo que se puede odiar a un poeta concreto, ya sea por razones personales o estéticas, y odiar algunos poemas en concreto por las razones que sean, pero ese odio indiscriminado a un género literario me parece un despropósito , aparte de una carajotería por parte de quienes escriben poemas desde el odio a la poesía».

Acto íntimo

Por su parte la poeta y periodista Luna Miguel (1992) vincula ese odio a la recepción de la obra -si es que llega a haber recepción: «Al ser un género tan poco popular entre la mayoría de lectores, los poetas tienden a desesperarse y a odiar su género». José Luis García Martín (1950), poeta y crítico, no cree que haya ese odio genérico que da pie al ensayo de Lerner: «Los poetas suelen odiar severamente no a la poesía en general, ni mucho menos a su propia poesía, sino a la poesía de otros poetas (generalmente más leída y vendida que la suya) y, sobre todo y más que nada, a otros poetas». La narradora Sara Mesa (1976), que sólo ha publicado un lejano libro de poemas, explicita algunos matices que explicarían ese odio: «Es innegable que la poesía a veces genera un tipo de rechazo que no tiene que ver exactamente con la incultura. Encontrarás gente muy leída que no puede con la poesía. Creo que se trata de un ‘odio social’. Puede interesarme la poesía, y leo poesía, pero lo entiendo más como un acto íntimo. La puesta en escena pública de la poesía, sin embargo, me produce rechazo. O bien la asocio a iniciativas institucionales (rancias, sesgadas, pomposas, cutres) o bien a cierto intento -un poco ridículo- de «acercar la poesía a la gente», como con un paternalismo de cuentacuentos («performances», acciones poéticas variadas, etc.). Todo esto, para mí, poco tiene que ver con la poesía».

Conocimiento y don

Es en la «Apología de Sócrates» donde empieza a latir el odio de Platón contra los poetas: «Pregunté a los autores por el significado de sus poemas y comprendí que los poetas no se inspiraban en el conocimiento, sino en un don, en un entusiasmo, parecido al de los profetas, que dicen cosas bellas sin comprenderlas, y me di cuenta de que por ello los poetas se creen más inteligentes que los demás . Por eso me alejé de ellos». El poeta es alguien irreflexivo, que posee un don a cuyos resultados no es capaz de dar explicación. Ya en «La República», Platón encuentra en los poemas de Homero y de Hesiodo muchas imágenes impertinentes, poco edificantes, nada pedagógicas, que pueden resultar dañinas, no sólo cuando son meras imaginaciones sino incluso cuando pueden contener algo de verdad. Platón consideraba que el afán de Homero de atribuirle maldades a los dioses jugaba en contra de la idea de Estado, como la manía del poeta de mostrar las debilidades de los héroes : así no había modo de conseguir que los niños quisieran parecerse a unos combatientes que se daban el lujo de llorar una muerte.

Ben Lerner se pregunta qué clase de arte es la poesía capaz de asumir la aversión de su audiencia

Ben Lerner hace sin embargo una astuta lectura de esas páginas de Platón : para Lerner quizá Platón da con la clave porque es un poeta que, manteniéndose cerca de la Poesía, rechaza el vehículo que pretende alcanzarla: los poemas. Porque todos los poemas que existen no tienen más remedio que ser mentira al ponerse a la sombra del ideal. De ese modo Lerner lee el ataque de Platón contra los poetas como una defensa de la Poesía. Pero ese movimiento lo único que consigue es darle a la Poesía condición de horizonte. Es sólo un punto de referencia, inalcanzable por definición pues irá moviéndose en tanto te muevas hacia él.

Hechos probados

Lerner, narrador celebrado por sus novelas «Saliendo de la estación de Atocha» y «10:04», abusa en su ensayo de una herramienta más de narrador que de ensayista: dar por probados los hechos con los que va a trabajar . De ahí que enseguida se pregunte qué clase de arte es la Poesía capaz de asumir la aversión de su audiencia y qué clase de artista se hace cómplice de esa aversión, y la alimenta. Pero es una pregunta trampa, porque el desdén que la gente sienta hacia cualquier disciplina, la halterofilia o la papiroflexia, no es condición esencial para su existencia. Para reflexionar acerca del odio a la poesía, Lerner echa mano del primer poema que se aprendió de memoria para satisfacer una exigencia escolar. Eligió la composición más breve que encontró, un poema de Marianne Moore que dice: «A mí también me desagrada./ Al leerla, sin embargo, con el más completo desdén hacia ella,/ uno descubre que, a fin de cuentas, en ella hay un espacio para lo genuino». Lerner comenta: «Incluso leyéndola con desdén, no se alcanza lo genuino. Solo es posible hacerle espacio, y aun así no se encuentra el verdadero poema, el auténtico objeto».

Pero todas esas condiciones vienen impuestas por un capricho poco científico: bastaría con no leer con desdén para que las condiciones se vinieran abajo y la experiencia de Marianne Moore no sirviera para otra cosa que para anotar la leve sensación particular de una poeta leyendo poemas: nada que ver aún con la poesía. Luna Miguel aclara: « Hay una gran impostura en el poema de Moore y también de Lerner en la reivindicación de este texto, que es más un chiste que una verdad. Pero es que a los poetas les gustan mucho los chistes sobre sí mismos. ¿No?». García Martín es más pragmático: «A mí la poesía que más me desagrada es la que tengo que leer como jurado de un premio literario. En otros casos, pruebo un bocadito (unos versos) y si no me gusta la dejo a un lado. Afortunadamente, la mala poesía no grita ni huele mal (al contrario que ciertos poetas)». Felipe Benítez Reyes le rebaja los humos a la poesía tomada como ideal: «Mi relación con la poesía es la misma que con las personas, las ciudades o los vinos. Algunos me desagradan y otros no , y otros muchos me resultan indiferentes».

El crítico y poeta García Martín cree que los poetas no suelen odiar a la poesía sino a otros poetas

Lo más plausible del ensayo de Lerner son sus lecturas de algunos poemas en pos de una definición de lo que sea poesía . Hace muy inteligentes calas en Keats , cuya perfección le deja frío, en Emily Dickinson , cuyas asonancias le hacen entrar en calor, y en Walt Whitman , que trae agarrada una contradicción: la que hay entre el yo único del poeta y su ambición de ser la voz de la multitud (el inevitable combate entre la intimidad y la publicidad). Se va hilando así un texto brillante cuyo sentido final se ve perturbado por los dogmas con los que se ha visto obligado a jugar. Por ejemplo: considerar que todo poema es el registro de un fracaso. García Martín apunta a este respecto: «Todo poema, no. Bastantes poemas. Sobre todo los poemas de amor». Sin conocer esta respuesta, Felipe Benítez comenta: «Bueno, depende. Si echas un polvo y escribes un poema sobre ese polvo, es menos el registro de un fracaso que el registro de un polvo. Ahora bien, si pegas un gatillazo y escribes un poema sobre el gatillazo en cuestión, sí, puede considerarse que ese poema es el registro de un fracaso. Esas solemnidades teóricas me irritan un poco . “Registro de un fracaso”. ¿Qué basura solemne es esa?». Sara Mesa se tiene que repetir la cita de Lerner antes de contestar: «¿Todo poema es registro de un fracaso? Ni idea. Suena bien eso, pero creo que no termino de entenderlo». Para Luna Miguel, la impresión de Lerner puede ajustarse sólo a ciertos tonos de la poesía, por lo que ante la pregunta de si todo poema es registro de un fracaso responde: «Depende. Sí es cierto que hay muy poca poesía contemporánea que “celebre” cosas. Los poetas tienden a escribir desde la tristeza o desde la decepción».

Horizonte ideal

Finalmente Lerner consigue en su ensayo hacer la pirueta de convertir la energía del odio a la poesía en alimento de la propia poesía: de nuevo utiliza los fracasos de los poemas para admirar el horizonte ideal de la poesía. Quizá es que aspira a que la poesía -considerada como una cumbre de la emoción, la belleza y el pensamiento- lo invada todo, pero es la mejor manera de robarle a una cumbre su condición esencial: si todo es cumbre, la cumbre deja de tener sentido. Su ensayo sirve al menos para recordarnos la doble ambición de la poesía: servir de vehículo para intensas experiencias individuales que tratan de plasmar, desde la intimidad de quien escribe, lo de cualquiera. No aparece en sus páginas la figura del poeta que describe Borges en «El Informe de Brodie» , pero podría haber acudido a él: alguien que no vive con el resto de la tribu, pero que a veces entra en una especie de trance y dice cosas que casi nunca significan nada, pero que alguna vez logran impactar de forma misteriosa en quienes le escuchan. Borges apunta que el poeta ha logrado entonces expresar lo secreto -es decir, lo sagrado- y que a partir de ese momento cualquiera puede matarlo. La apreciación de Borges sí que define un ideal posible para la poesía: matar al poeta es en ese relato, entender que lo que importa es el poema, el misterio de que alguien que no eres tú haya dicho algo que sientes tuyo. Que te haya descubierto, que te haya enseñado a decir lo que sabías pero no sabías cómo expresar. Y no hay meta más ambiciosa que conseguir que unos versos escritos por un nombre propio cualquiera pierdan el nombre de quien los creó para pasar a ser propiedad de quien los necesite , sin más criterio de autoridad que su propia belleza.

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