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LIBROS

Gabriela Ybarra, doble duelo

El asesinato de su abuelo paterno a manos de ETA y la enfermedad y muerte de su madre centran «El comensal», de Gabriela Ybarra. Un debut narrativo más que notable

Gabriela Ybarra Ernesto Agudo

Antonio Fontana

«Las ausencias son lo más inhóspito de todo». En 2014 Alejandro Palomas publicó «Una madre» (Siruela), novela cuyo argumento gira en torno a una cena de Nochevieja. Allí, entre turrones y reproches disparados como balas -con la familia hemos topado-, uno de los personajes pronuncia esas palabras, que el autor convierte en espacio físico gracias a lo que denomina la Silla de las Ausencias . La ocupan simbólicamente los que ya no están, porque la muerte no los borra, no los vuelve menos presentes.

También en la familia de Gabriela Ybarra (Bilbao, 1983) existe la Silla de las Ausencias, aunque ella no la llame así. Por decirlo con sus propias palabras: «Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida. Es invisible, pero está ahí . Tiene plato, vaso y cubiertos. De vez en cuando aparece, proyecta su sombra sobre la mesa y borra a algunos de los presentes». Ese comensal fantasma es a veces el abuelo paterno de Gabriela Ybarra; otras, el cubierto de más espera a su madre. Ninguno de los dos lo va a usar.

«Pero no es nada»

«Hay que hacer visible la muerte para quitarle importancia» es la declaración de intenciones de la narradora. Y desde las páginas de «El comensal», su primera novela, más que quitarle importancia, lo que consigue es acercarse con respeto a ella. Mejor dicho: a ellas. La de su abuelo, la de su madre. Que reconstruye para entenderlas .

La muerte de su madre en 2011 -«Gabriela, tengo cáncer, pero no es nada»- resucita en la autora los ecos de la muerte -el asesinato- de su abuelo paterno. «Hasta entonces, para mí el asesinato eran sólo unas esposas metidas en una vitrina », confiesa. Esas esposas son las mismas con las que los secuestradores inmovilizaron a su padre la mañana del 20 de mayo de 1977.

Cuando sonó el timbre, la criada tardó en salir a ver quién llamaba. «¡Ha habido un accidente, abran la puerta!», gritó alguien desde fuera. Al otro lado del umbral, cuatro enfermeros encapuchados. «¿Dónde está don Javier?», preguntan. Tras reducir a la familia, uno de ellos entra en el cuarto de baño y encañona a la persona a la que han venido a llevarse. Don Javier. «Se peinó y se engominó, pero los dedos le temblaban y no pudo trazar recta la raya que atravesaba su cabeza. Al terminar salió del baño, cogió un rosario, unas gafas, un inhalador y un misal».

Tras reducir a la familia, uno de los encapuchados entra en el cuarto de baño y encañona a la persona a la que han venido a llevarse

«No es una reconstrucción exacta», advierte Gabriela Ybarra. Y al recrear casi minuto a minuto los acontecimientos, sirviéndose de testimonios de familiares e informaciones de la prensa de la época, su mirada se va posando en las pequeñas cosas . Por ejemplo, que uno de los «enfermeros», una mujer, bajó a la cocina, retiró el hervidor del fuego y apagó el fogón. Que ese día la lluvia golpeaba las ventanas con fuerza, como si alguien estuviera tirando mendrugos de pan contra los cristales. Que su abuelo viajaba encerrado en el maletero de un Seat 1430 que huía lento mientras en la radio sonaba «Y te amaré», de Ana y Johnny. Que uno de sus tíos, al llegar la policía, corrió hacia el jardín gritando el nombre de su padre entre las hortensias. Y que los hijos del secuestrado declararon a los periodistas que los etarras se habían portado «con total corrección». ¿Con total corrección?

Un tiro en la cabeza

No es cierto que pescaran el cadáver de Javier de Ybarra y Bergé en la ría del Nervión con una red traíña, no; ni que lo encontraran atado de pies y manos y arrollado por un tren cerca de la estación de Larrabasterra. Tampoco es cierto que Javier de Ybarra pidiera a sus secuestradores que lo mataran allí mismo, en la casa de Neguri. «Lo que mi abuelo les dijo fue: ‘Lo más que podéis hacer es darme dos tiros’». Le pegaron uno. En la cabeza. Después de que se agotara el plazo dado por los etarras para que la familia pagara el rescate: mil millones de pesetas.

Los detalles se vuelven entonces aterradores, asfixiantes, y nos ponen un nudo en la garganta : el cadáver aparece con los brazos atados a la espalda y los ojos vendados; durante el cautiverio había perdido veintidós kilos; la autopsia determina que tenía las paredes intestinales pegadas, síntoma de que no le habían dado de comer; y las llagas en el cuerpo eran señal inequívoca de que estuvo todo el tiempo tumbado o metido en un saco sin poder moverse ... Tres días antes del asesinato, el 15 de junio de 1977, España celebraba las primeras elecciones tras la dictadura franquista.

A medio camino entre el testimonio y la memoria, esta novela derrocha solidez, honestidad y contención

Hay dolor en lo que cuenta Gabriela Ybarra, claro que hay dolor; lo que no hay es victimismo . Tampoco cuando sigue el rastro de los últimos meses de su madre: el diagnóstico de la enfermedad, su estancia en un hospital de Nueva York -esa habitación 1539-, el cruel veredicto -«el tumor ha estallado y ha invadido mi cuerpo»-, las horas finales. Todo contado, de nuevo, a base de pequeños gestos: «Compró los pantalones vaqueros que llevo puestos ahora», por ejemplo. Todo contado, también, con una sobriedad espeluznante.

Y es que aquí no hay adjetivos ni alardes pirotécnicos; no hacen falta. Escribir es otra cosa; algo muy distinto a encadenar florituras verbales frase tras frase, parece decirnos la autora. Su narración -seca, afilada- se sustenta en la fuerza de las palabras, alejándose de eso que tanto detesta Juan Marsé, la «prosa sonajero», y que Andrés Ibáñez denomina «prosa leprosa».

A medio camino entre el testimonio y la memoria, «El comensal», de Gabriela Ybarra, es una primera novela que no parece una primera novela. Por su solidez. Por su honestidad. Por su contención. Y por su falta absoluta de adornos, salvo que por adorno entendamos la palabra justa.

Una historia que sobrecoge y que hace que contengamos la respiración. Un debut más que notable.

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