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LIBROS

Rafael Reig: «Hay que devorar los libros, como se devoran entre sí los autores»

Con «Señales de humo» culmina su «literatura para caníbales», otra forma de leer a nuestros clásicos

Rafael Reig, autor de «Señales de humo» Óscar del Pozo
Antonio Fontana

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Lo admito: hacía mucho que no disfrutaba tanto leyendo una novela. Y eso que «Señales de humo», de Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963), no es una novela convencional : sus personajes son nada más y nada menos que el Cid, Fernando de Rojas, Petrarca, Lázaro de Tormes, Cervantes; en dos palabras: la literatura. Una literatura «para caníbales». «Porque -asegura Reig- hay que devorar los libros, como se devoran entre sí los autores».

Para que nadie se pierda: en 2006 publicó «Manual de literatura para caníbales», que ahora, como segunda parte de «Señales de humo», volverá a aparecer con el título de «La cadena trófica». Pero aquel era un libro más salvaje que «Señales». ¿Hay otras diferencias entre ambos?

La más importante, el autor. Manual lo escribió un insolente cuarentón que se negaba a dejar de ser joven, un gamberro que se tomaba por gallardo y calavera. Señales de humo, en cambio, es obra de un cincuentón turbio y sentimental, pero con más ganas de hacerse entender que de llevar la contraria, de compartir que de deslumbrar.

¿«Señales de humo» es un tratado de literatura irreverente?

¿Y por qué no una historia de la lectura? Creo que el libro trata más bien de cómo leemos a los clásicos y para qué, y de qué hacemos con lo que leemos. Cada época tiene la responsabilidad de volver a leer la tradición, de crearla de nuevo proponiendo su propio canon. No podemos seguir leyendo el Quijote como nos lo dio leído el 98 ni la poesía popular o la de Góngora con la masticación previa del 27. Por otra parte, si no sabemos leer, si no entendemos la tradición y nos apropiamos de ella, estamos indefensos. Leer es un arma de combate y de resistencia frente al discurso del poder, contra su lectura de la realidad. La literatura trata de cómo nos imaginamos que somos, y no podemos dejar que nos den todo ya leído. Leer es imaginar otro mundo posible.

«Lo difícil era obligar a Cervantes y a Lope a actuar en mi novela sin que metieran morcillas, y sin que se robaran plano»

¿Cómo surgió la idea de escribir estas dos novelas?

Ya sabe, surge en la ducha, como todas las ideas, que sólo aparecen cuando estás sin papel ni lápiz. «La cadena trófica» era sobre todo la historia de los movimientos literarios. Lo del «movimiento literario» es una invención del romanticismo, como el nacionalismo, el espíritu de la lengua o la literatura nacional. No se deja trasladar tal cual al siglo XV o al XVII. Tampoco sobrevive bien en la actualidad. A mí si me hablan de la «generación Nocilla» o del «espíritu español» me suena como «nacionalismo croata»: algo amenazadoramente decimonónico, trasnochado y reaccionario. Y por supuesto me suena a invento del mercado literario. En «Señales de humo» me interesó otra cosa: ¿por qué nos contamos historias unos a otros? ¿Por qué leemos y escribimos? Ya ve, con esa humildad que me caracteriza, me he ido derecho a lo más complicado.

Que yo me aclare: ¿nuestra literatura empieza con las jarchas o con el monumental poema épico «Cantar de Mío Cid»?

Esto es un campo de minas: ¿«nuestra literatura», dice? Depende. Si nuestra literatura es sólo el romance castellano, entonces es el «Cid». Pero yo reclamo el resto de romances hispánicos como míos y nuestros; el romance mozárabe de las jarchas, por ejemplo. ¿Se puede leer bien el «Quijote» castellano sin conocer el valenciano «Tirant lo Blanch»? ¿O a Garcilaso sin Petrarca, cuando el italiano y el castellano eran un campo cultural continuo? El nacionalismo, ya sea español, catalán o croata, reduce las cabezas, como los jíbaros. La literatura española no se comprende tampoco sin las malas o buenas traducciones de Dickens o de Kafka. Para mí la noción de «literatura nacional» es un disparate.

Hablando del Cid, menudo Díaz de Vivar el de «Señales de humo»: enamorado de su rey

Es que todas las relaciones son de poder, también las amorosas. Amor al poder y lucha por el poder, ese es el argumento de la pareja. Incluido el Cid, claro. El protagonista de «Señales de humo» se pregunta si en el siglo XV, cuando no había cine, la gente se daría besos en la boca tan largos como ahora o tan a menudo. Apuesto a que no. El amor es una construcción cultural, histórica. Nuestros amores de hoy, precarios, a tiempo parcial, sin cobertura de ninguna clase y con despido libre, ¿no se parecen acaso a nuestro mercado laboral? Cuando un tipo de la CEOE, bastante siniestro por cierto, dice que el contrato fijo es cosa del pasado, una antigualla, ¿no está hablando del matrimonio para toda la vida? De todas formas, en el Cantar creo que hay evidencias de que lo del Cid y el rey era algo más que una buena amistad.

«El nacionalismo, ya sea español, catalán o croata, reduce las cabezas, como los jíbaros»

¿Por qué llama a François Villon «el último centauro medieval»?

Pues porque es el primer poeta moderno, sin dejar de ser la plenitud de la Edad Media. Villon, como Artaud, se destruyó a sí mismo para saber que era él, y no lo que de él habían hecho los demás. A Villon le puso música Brassens y sigue sonando como nuestro contemporáneo. Y lo es. A mí Villon me emociona y veo en él la línea de puntos que une al juglar medieval con el poeta maldito, a lo Rimbaud, y si me apura, con el cantante punk o con Bukowski

Asegura usted que el autor de «La Celestina», Fernando de Rojas, dedicó su vida «a perder el miedo»

Lucrecio decía que es el miedo lo que crea a los dioses. Rojas, que era nihilista y ateo -no hay más que leerle para saberlo-, tenía sin embargo miedo a la muerte. Mucho. Su obra es un aullido desgarrador, parecido al niño que canta en la oscuridad para asustar al miedo. No quería tomar ningún atajo pueril, como la fe, sino seguir la senda de Lucrecio, comprender la naturaleza de la realidad, de rerum natura, y aceptarla sin miedo, como un adulto sereno. Dura tarea, sin duda, entonces y ahora.

También pinta a Petrarca como un intelectual un poquito plasta. ¿Tanta manía le tiene?

Qué va, a mí me cae gordo el petrarquismo, que es obra de sus imitadores. En Petrarca hay mucho más y admirable: una prosa libre, desatada, que es precursora de Montaigne, una visión de la cultura «para la vida» que nos enseña a leer y a buscar la humanitas, una curiosidad intelectual de diletante que es lo opuesto a la «crema de la intelectualidad» y a la pedantería.

Presenta a San Juan de la Cruz y fray Luis de León como un ejército de resistencia. ¿Contra qué?

Contra la literatura que trata de cosas literarias y a favor del contacto con la realidad. Raro en místicos, ¿verdad? Pues yo creo que lo más humano y comprometido de aquel amanerado periodo son ellos y por supuesto Teresa de Ávila.

«Creo que hay evidencias de que lo del Cid y el rey era algo más que una buena amistad»

Todo el libro está cruzado por la eterna pugna entre la alta cultura y la cultura popular. ¿Cuál va ganando?

Me temo que los mismos que en la vida: el Ibex 35, la UE y las empresas, y por goleada. Los inmigrantes, los pobres, los parados, el Tercer Mundo, los de siempre están contra las cuerdas. El verdadero problema es, a mi modo de ver, la desactivación de la cultura popular y su sustitución por la cultura pop, con la que el poder manipula a los de abajo.

Si tuviera que elegir, ¿el «Lazarillo» o el «Quijote»?

El «Lazarillo» a ojos cerrados. No hay nada comparable en ninguna parte, ni siquiera ahora. Es el libro más inteligente que conozco. Todavía hoy es la obra maestra en el uso del punto de vista y en devolverle a la sociedad la bofetada que nos da.

¿Qué bofetada? ¿A qué se refiere?

A que el Lazarillo es una crítica a la inmoralidad de aquel tiempo y de aquella sociedad.

Quevedo, Lope, Cervantes. ¿Ha sido difícil construir una novela con estos personajes?

Imagínese, peor que rodar con niños o con animales, como decía un actor. Ellos se montaron su propia novela, entre el folletín y la picaresca; lo difícil era obligarles a actuar en la mía sin que metieran morcillas y sus propias ocurrencias, y sin que se robaran plano unos a otros. Quería más bien releer a Lope, que creo que ha sido vergonzosamente desleído, cuando fue el Cervantes del verso del Siglo de Oro. Sus «Rimas de Tomé Burguillos» son el «Quijote» de la poesía del XVII, el mismo empeño en lograr que los libros «hablen de veras», que traten de nosotros, los que los leemos, y tengan algo que decirnos.

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