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Ajuste de letras

La camisa de Martín Caparrós

«¿Tú sabes cuáles son las normas básicas del periodismo? Mándame un ‘mail’ y me lo explicas». Así responde el escritor argentino en esta entrevista, donde reflexiona sobre los límites de la no ficción

El escritor y reportero Martín Caparrós NACHO CALONGE
Jaime G. Mora

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«Sostienes que hay que escribir contra el lector», le digo a Martín Caparrós , que me corrige: «Contra el público, que no es lo mismo. Contra el público como ente colectivo, no contra un lector en particular. Nuestro trabajo consiste en ofrecer lo que vale la pena ser contado, no lo que supuestamente te pide el público que le des». ¿No es un argumento complaciente?, le pregunto, pensando en que su tesis siempre gana: si un trabajo no interesa, la culpa es del público, que lee basura; si funciona, el mérito es del autor. «La complacencia es resignarse a lo que uno cree que va a importar. Yo escribí un libro sobre el hambre pensando que muy poca gente lo iba a leer: se ha publicado en 25 países».

Portada de «El Hambre»

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) ha escrito decenas de libros, novelas y crónicas periodísticas. Viene de explicar a los alumnos del curso organizado por FAO en los cursos de verano de El Escorial su experiencia durante la escritura de «El Hambre» (Anagrama, 2015). Es uno de los reporteros en español más reconocidos , y quiero saber cómo se enfrenta al folio en blanco. De alguna manera, el autor argentino escribe pensando en un «lector fantasmático»: un argentino calvo con bigote. Él mismo: «No conozco ninguno más exigente, ninguno que me conozca mejor los trucos, y que sepa dónde puede buscar soluciones». Luego me responde que la idea de «escribir para el lector» es una forma de disimular las propias incapacidades. «Yo creo que los lectores son gente inteligentísima, muy superior a uno, y que uno lo que tiene que hacer es lo mejor que pueda para ellos». Le pregunto si eso de «escribir simple» y «escribir para inteligentes» no es la diferencia entre la escuela iberoamericana –«No existe», me corta– y la anglosajona.

—No es cierto. Si lees a los grandes autores norteamericanos eso no se verifica en ningún caso. Ni en Capote , ni en Mailer , ni en Wolfe

—Yo sí lo encuentro en Jon Lee Anderson o en David Remnick .

—Lo que citas es una escuela muy particular, el «New Yorker», que tiene ciertas formas muy definidas, pero los que supuestamente son los cronistas que han marcado época en el periodismo norteamericano en los últimos 50 años no tienen nada de simple.

—No sé hasta qué punto «A sangre fría» es un texto periodístico, cuando no una novela disfrazada de periodismo. O lo mismo con «Los ejércitos de la noche», de Mailer.

—Es una duda interesante. Los textos que más me interesan son los que producen dudas sobre su técnica. Los que incomodan al librero porque no sabe dónde ponerlos.

—En tu libro « Lacrónica » (Círculo de Tiza, 2015) dices que el «New Yorker» te rechazó un texto por ser literario.

—Demasiado literario.

—¿Por qué?

—Yo qué sé. Pregúntales a ellos.

—¿No es esa la diferencia entre el periodismo iberoamericano y el anglo?

—Sí, ¿Y?

Los medios estadounidenses que publican grandes reportajes –algunos terminan siendo libros de éxito– se caracterizan por tener un departamento encargado de comprobar la veracidad de lo que se publica.

—En «Lacrónica» escribes que no importa decir exactamente el color de la camiseta que lleva una persona si cambiándolo puedes contar mejor una escena. Es decir, que te puedes inventar el color de una camiseta.

—No creo que diga eso, porque no creo que cambiar el color de una camiseta pueda servir…

Portada de «Lacrónica»

«Si la verdad que nos importa recordar de esa tarde en la casa de Saint-John Perse es que llovía o hacía sol, si el té verde lo traía una señora vestida de verde o si era negro y lo traía un muchacho vestido de azul, entonces efectivamente Tomás Eloy Martínez mentía, Kapuscinski mentía y yo miento —escribe Caparrós en el libro–. Ese tipo de minucia notarial es improcedente. Y yo creo que lo que importa es la honestidad del narrador».

—Me parece raro porque te insisto: ¿Por qué cambiar el color de una camiseta mejoraría una escena?

—¿No importa contar exactamente cuál es el color de una camiseta?

—No.

—¿No va contra las normas básicas del periodismo?

—¿Tú sabes cuáles son las normas básicas del periodismo? Mándame un mail y me lo explicas.

—Contar lo que ves, ¿no?

—Sí… contar lo que ves. Sin fanatismos.

—Es decir, si reflejo esta entrevista no puedo decir que llevas una camisa blanca porque es gris azulada.

—Yo no hubiera dicho que es gris azulada. Es tu subjetividad.

—Lo que sé es que blanca no es.

—Eres tú el que ha decidido que el color de la camisa importa, y en cambio no vas a decir que la malla de mi reloj es negra. Porque no te parece importante, no por una cuestión de mala fe. Pones en juego tu subjetividad para decir qué datos importan y cuáles no.

—Son dos cosas distintas.

—No, son lo mismo.

«Una cosa es elegir qué quieres contar y otra es contar una cosa que no es así», le digo a Caparrós. Que, en «A sangre fría», Capote se inventa la escena final, y eso ya no es periodismo.

—¿Compartes esa técnica?

—Yo creo en las gradaciones. Una cosa es inventar una escena que no existió y, otra, es no dar importancia a si la camiseta es verde o azul. Si tú dices que con esa camiseta prendió fuego, la tiró por la ventana y quemó un coche que estaba abajo, efectivamente, estás invalidando el carácter de no ficción de tu relato. Pero insisto: es más fácil ser fundamentalista y decir «Quiero que sea todo exactamente igual». Y entonces te pones a romperle las pelotas al periodista, llamando a la persona de cuya camiseta se habla para ver si era verde o azul, cuando eso no tiene ninguna relevancia en la historia. A eso me refiero. No creo en la verdad notarial. Creo en la verdad de una manera mucho más esencial.

—¿Te editan los reportajes?

—No.

—Te los someten a un «fact-checking»?

—No.

—¿Porque no quieres o porque…?

—Porque a nadie se le ocurrió hacerlo. Porque vivimos en países donde, por suerte, creemos en nuestros periodistas. Yo siempre pensé que la relación de ciertos medios norteamericanos con sus periodistas son muy raras. Es paranoica. ¿Por qué voy a emplear a una persona que creo que me está mintiendo? Le pido además pruebas ridículas: le pido su libreta de notas, como si no se pudiera escribir en el baño del hotel. Es una mezcla de paranoia e ingenuidad que a mí me resulta tan absolutamente americana que me da mucha risa.

—¿Aceptarías que te hicieran ese trabajo de edición?

—No, alguna vez que publiqué en el «New York Times» lo he aceptado. Es una especie de curiosidad, me divertía verlo.

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