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La infancia de Karl Ove Knausgård es una isla

El escritor noruego Karl Ove Knausgård llega al ecuador de su proyecto autobiográfico con «La isla de la infancia». Un volumen más intimista y complaciente que los anteriores

La infancia de Karl Ove Knausgård es una isla abc

anna caballé

En una entrevista reciente el escritor noruego Karl Ove Knausgård , autor del proyecto literario de mayor envergadura en muchos años, decía que lo podía haber escrito en forma de diario pero que, finalmente, optó por la narración. Ciertamente, autobiografía y diario lo tienen todo en común, excepto la perspectiva. Para Knausgård, maestro en dejar al lector sumido en la perplejidad, sin saber cómo encajar las brutales confesiones de las que es partícipe y receptor, cualquiera de los dos formatos era viable, pues su objetivo viene siendo hasta aquí (Mi lucha. Libro 3) elegir y profundizar en unos días de su vida que, sin tener aparentemente especial significación, rebasan su sentido inmediato para proyectarse en el telón de fondo de una vida y sugieren un mundo de sentimientos y emociones de una intensidad excepcional.

Pero adentrémonos en el tercer volumen, titulado en castellano (y en inglés) La isla de la infancia , para decir que su textura narrativa es distinta a la de los volúmenes anteriores. Knausgård lo escribió consciente, a su pesar, del revuelo que habían ocasionado en la sociedad noruega los dos libros anteriores (La muerte del padre y Un hombre enamorado): llamadas, anónimos, amenazas, discusiones familiares… El escritor siguió adelante con su proyecto, valientemente, pero sabiéndose en el ojo del huracán. Ahora (en torno a 2009) tenía una idea de la recepción que estaba generando su forma radical de escribir, sin concesiones de ningún tipo.

No hay nostalgia en él, sino un grito que llega al corazón del lector

Si en La muerte del padre Knausgård no tenía nada que perder –era un escritor que rechazaba visceralmente la ficción y por tanto se hallaba en un callejón de difícil salida profesional cuando inició su proeza– y escribió a tumba abierta sobre su infeliz vida, mientras compone La isla de la infancia es un escritor distinto, no puede no hacer concesiones en relación a su entorno porque lo necesita como refugio y protección.

Se da cuenta de que sí tiene mucho que perder –puede perder a su esposa, por ejemplo, que cierra filas con él a pesar de todo– y su escritura inevitablemente se contrae. Parece tomar una decisión: a fin de controlar los daños, se centrará exclusivamente en sus estados de conciencia, con suaves interrogaciones sobre lo que pudo ser de otra manera pero no fue.

Abrir la puerta y salir

A nadie se le puede pedir más de lo que ofrece Knausgård al lector; me atrevo a pensar que nadie nunca fue tan generoso y el público de todo el mundo así lo ha reconocido. De modo que este juicio no es ninguna crítica, en absoluto –yo me veo leyendo su obra una y otra vez hasta el fin de mis días–, pero sí una advertencia. El lector se encontrará con un libro más intimista y complaciente, y con un autor capaz de silenciar cosas que en los volúmenes anteriores hubiera descrito con su precisión habitual.

Podría decirse que en este volumen –línea de ecuador de su proyecto– Knausgård se vuelve más proustiano que nunca. Hinca la escritura en su propio Combray y hace que la memoria –un producto de la inteligencia, que no se nos olvide– recupere, reconstruya, reviva –qué más da– las intensas sensaciones que experimentó de niño y que siguen habitando en su conciencia: «En mi mente solo tengo que abrir la puerta y salir para que las imágenes fluyan».

El «tiempo perdido» de Proust es un tiempo herido en el noruego

¿Memoria involuntaria, como la llamó Proust? Es curioso que fuera también en el volumen tres (El mundo de Guermantes) cuando el escritor francés tomara la decisión de aislarse de todo para seguir con su proyecto. Knausgård hizo lo mismo, encerrarse para evitar la contaminación de su fuente creativa. Imposible evitarla, como hemos dicho, y así el tesoro que contiene La isla de la infancia está más oculto, es más sutil. Nos da las claves de los libros anteriores, los motivos de su sensibilidad herida, de su obsesión por las relaciones humanas.

Su infancia fue una isla, en efecto, tanto en lo geográfico –los padres se trasladaron a la isla de Tramoya cuando Knausgård tenía 6 o 7 años– como en lo moral, pues la soledad del protagonista sería allí –es decir, de donde proceden sus primeros recuerdos– abrumadora, una soledad marcada por la voz del padre y un sentimiento inconsolable.

Y es en ese punto donde se abre la divergencia con Proust (no considero el estilo, pues escriben con cien años de diferencia): el tiempo perdido del escritor francés es un tiempo herido en el noruego que confiere una verdad ontológica a su relato. No hay nostalgia en él, sino un grito que llega directo al corazón del lector: ¿con qué mimbres nos hacemos adultos? Y el libro crece y crece.

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