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Nic Pizzolatto inédito: «Busca y captura»

Nic Pizzolatto es el creador de «True detective», la serie del momento. Coincidiendo con la publicación en España de su primera novela, «Galveston», ofrecemos un fragmento del relato «Busca y captura» (2008), inédito en nuestro país

Nic Pizzolatto inédito: «Busca y captura»

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Wesley estaba unos pasos por detrás del agente de policía Jimmy Dupres, entre dos de los cinco coches patrulla cuyas luces intermitentes rodeaban la casa. Dupres hablaba por un megáfono.

-¡Sal de una vez, Barrett! ¡Tener a esa chica de rehén no servirá de nada! -Dupres miró por encima del hombro, con el megáfono todavía en alto-. Has dicho que hay armas dentro, ¿no?

-Sí. Tenemos rifles. Ya te lo he dicho, ese tío está loco.

Oyeron gritar a Wagner desde la casa:

-¡No es una rehén!

-¡Entonces déjala salir, Barrett! ¡Esto no tiene nada que ver con ella!

La casa quedó en silencio. Los otros cinco agentes tenían las armas desenfundadas y los dedos inquietos en la empuñadura. Con aquel uniforme marrón almidonado, Dupres parecía alto y ancho de espaldas, pero por desgracia no tenía barbilla y más que terminar en una mandíbula su cara iba estrechándose hasta llegar al cuello, lo que le daba el aspecto de algo que hubiera brotado de un apretón entre los hombros. Miró a sus compañeros, todos con gafas de sol y claramente incómodos por estar ahí sin hacer nada. Había tres coches patrulla aparcados en la hierba y otros dos frente a la casa. Habían arrollado el huerto recién plantado de Anneise y aplastado los tres carteles que su padre tenía delante.

-Oye, ¿por qué lo buscan, exactamente? -preguntó Wes.

-En Texas, por narcotráfico y agresión. En Oklahoma, por exhibicionismo y destrozos. No conozco los detalles de eso último, algo relacionado con unos muebles de jardín.

Se abrió la puerta de la casa. Todos los agentes levantaron el arma y se oyó el clic de los percutores, pero era sólo Anneise, con los brazos en alto y las manos extendidas. Llevaba unos shorts vaqueros de cintura alta y una camiseta roja con la espalda al aire, y uno de los policías silbó. Anneise volvió la cabeza a ambos lados para examinarlo todo y luego sonrió a los oficiales mientras se acercaba a Dupres con pasitos delicados, sin bajar los brazos.

-Hola, Jimmy -dijo.

Él saludó con un gesto y le indicó:

-Puedes bajar los brazos, cariño. ¿Está él solo ahí dentro?

-Bueno, sí. Hola, Wes. Pero está preocupado. Quiere saber si podríais llegar a un acuerdo. Me ha enviado a… negociar.

-Me temo que no haremos nada de eso -dijo el policía.

La tomó del codo y la condujo hasta detrás de la formación.

-Vaya. ¿Y entonces qué pasará? -preguntó ella.

-Oye, Anneise, ahora tienes que ser realista con respecto a un par de cosas. -Sin soltarle el codo, la volvió suavemente hacia él y frunció el ceño, comprensivo-. Te has juntado con un mal tipo, cariño. No es culpa tuya, la verdad. Me acuerdo un poco de él. Siempre se ha metido en líos y tu padre tendría que haberlo alejado de ti, pero las cosas no fueron así. Es un mal hombre y tiene una orden de busca y captura. Como agente de la ley, mi deber es llevarlo ante la justicia.

Con la última frase, Dupres alzó la cara y miró el horizonte. Si hubiese tenido barbilla, habría sido una pose noble y marcial.

-Ya… -dijo Anneise, y miró a Wes.

El agente Dupres, que había dejado el megáfono sobre el capó del coche, la agarró de los hombros y la volvió hacia él. Siguió hablando con una cadencia un poco titubeante.

-Lamento que tengas que presenciar todo esto, Anneise. Me habría gustado ahorrártelo. Es el lado amargo de la justicia, cuando afecta al inocente. Pero debo cumplir con mi deber. ¿Lo comprendes, Anneise? -La agarró más fuerte y la acercó.

-Vale -dijo Anneise.

-Alégrate de que tu hermano nos haya avisado. Así hemos podido llegar hasta aquí y sacar a ese hombre de tu vida. Todavía tienes tiempo de volver a empezar. Será mejor que pienses en él como si ya no existiera.

-Un momento. ¿Wes? -Anneise se volvió hacia su hermano con la cara crispada por la ira-. ¿Wes os ha dado el soplo? ¿Has delatado a Barrett, Wes?

Wes se encogió de hombros y retrocedió un paso.

-Oye, mira…

Anneise se abalanzó sobre él y empezó a golpearle los hombros, gritando:

-¿Cómo has podido, Wes? ¡Él te quería! ¡Te quería como a un hermano! ¡Maldito seas, Wesley!

Dupres la apartó. Anneise enterró la cara en su pecho mientras él le daba palmaditas en la espalda.

-Verás, nunca he sentido mucho respeto por el tipo que vende a otro, sobre todo tratándose de alguien que es casi de la familia. Demuestra una cobardía que me resulta difícil de soportar. Eso es tener el corazón de piedra. Pero al margen de lo que eso dice del carácter de tu hermano, mi deber es cumplir la ley.

Anneise se abrazó al policía y levantó la cara húmeda para mirarlo.

-Sabía que iba a pasar algo así. Lo presentía.

Sonó un disparo y todos se agacharon. El agente Dupres arrojó a Anneise al suelo y se le echó encima, envolviéndola como una parka. Sobre el eco del disparo, uno de los agentes gritó:

-¡He sido yo, señor!

-¿Qué? ¿Qué ha sido eso? -exclamó Dupres, sin apartarse de Anneise.

El policía gritó desde un lateral de la casa:

-Me ha parecido ver algo, señor. Ahí fuera, en el campo. Como un gato grande, o algo así.

-Joder. Enfunda el arma. No, espera. No la enfundes. Pero ¡serás gilipollas, Kilpatrick!

-¡Sí, señor! -respondió el agente.

-¡Eh! -Oyeron todos, amortiguado desde el interior de la casa-. ¿Qué está pasando ahí fuera?

Dupres se apartó por fin de la hermana de Wes y la ayudó a levantarse.

-Todo irá bien, Anneise. -Retrocedió un paso y le enjugó la mejilla-. Pero en este momento tenemos a un fugitivo armado y peligroso atrincherado en tu casa, y mi deber es detenerlo.

Anneise se sorbió la nariz y sostuvo la mano del policía, mirando las gafas de espejo y la barba incipiente en la exigua barbilla.

-Presentía que esto iba a pasar, Jimmy. Intuyo cosas.

Wagner volvió a gritar desde la casa:

-¡No pienso ir a la cárcel!

-Bien, muchachos. Ya lo habéis oído. -Dupres levantó el megáfono y gritó-: ¡Como quieras, Barrett! -Se ajustó las gafas, levantó las manos para hacer retroceder a Wes y Anneise-. Vosotros quedaos atrás. Bien, chicos; vamos allá.

Los cinco agentes corrieron hacia la casa y se desplegaron por la fachada y la parte trasera. Uno abrió la puerta de una patada, se apartó y el resto tomó el vestíbulo. Oyeron que alguien gritaba «¡Eh!» y a continuación una erupción de disparos cuyos destellos parpadearon en las ventanas. Descargaron todas sus balas hacia el interior de la casa, desde la puerta principal y desde la de atrás. Dupres observaba mientras apretaba a Anneise contra su pecho y le decía: «Shhh, no mires, cariño».

Un poco más allá, Wes olió el humo acre que salía del edificio y se dispersaba por la hierba y los coches. Cuando se volvió, Anneise abrazaba a Dupres y decía: «Siempre supe que se me partiría el corazón».

Dejaron a Barrett como un colador, como si hubiera explotado, y fue Wes quien lavó y restregó la sangre y la carne de las paredes y el techo, quien tiró la alfombra y a gatas fregó el suelo de la sala de estar con un estropajo de aluminio y un limpiador en polvo que destiñó y raspó los tablones. Los polis habían extraído las balas, pero los agujeros permanecían en las paredes. Anneise no pudo quedarse allí después de lo sucedido. Uno de los agentes recogió sus cosas y las sacó, y antes de que la ambulancia llegara para llevarse los restos de Wagner ella ya se dirigía hacia la caravana de Dupres, donde estaba invitada a quedarse todo el tiempo que hiciese falta.

Había pasado ya una semana desde entonces. La casa estaba limpia, salvo por los agujeros de bala y algunas diminutas manchas oscuras aquí y allá que le habían pasado por alto. George Dickle había desaparecido y Wes ya no notaba la presencia de fantasmas.

Arrastró la vieja silla de su padre hasta la hierba, con el viejo rifle de T. J. al hombro.

Al sentarse, su cabeza quedó por debajo del nivel de la áspera hierba que lo rodeaba. Era media mañana y el sol seguía bajo; una brisa suave le cosquilleaba en la piel y dispersaba el tenue olor a orina seca que impregnaba la lona de la silla, mientras la estructura de aluminio crujía bajo su peso. Wes levantó el rifle y apoyó la culata en el suelo, entre los pies. El día anterior había recibido una carta. Su hermana iba a disputarle la propiedad de la casa. Decía que después de la boda ella y Jimmy Dupres necesitarían mudarse.

La hierba crujía como el pergamino, como las semillas en la cáscara de una planta de los pantanos cuyo nombre no podía recordar. Los tallos de hierba tenían en lo alto un punto brillante y ardiente, parecían cometas. Los mirlos trinaban en los árboles, invisibles, un poco histéricos. Wes pensó en T. J. y en sus brazos tatuados. ¿Había visto salir el sol? ¿Había esperado su hermano el amanecer, para que actuara como una especie de señal? Una mañana, Anneise le dijo tan sólo que su madre se había marchado. La imagen de su padre era la de un bulto deforme en un rincón, como un niño castigado.

Se inclinó hacia delante y acercó el rifle hasta posar la barbilla en el cañón. Bajó el brazo y cerró el pulgar en el gatillo. El ángulo del sol cambió y de pronto toda la hierba se transformó en velas de llamas cada vez más intensas y brillantes, como si lo rodeara un incendio. Supo que, si lo iba a hacer, había llegado el momento. Cerró los ojos y apretó el gatillo. Dio un respingo y gritó a la vez. El gatillo no se movió; tenía que quitar el seguro.

Temblando, se desplazó para desactivarlo y al alzar la cabeza vio que el animal lo miraba desde un claro en la hierba. Estaba cerca, a apenas tres metros de distancia.

Leonado, de los colores del trigo y del polvo y del humo de la leña al atardecer, la cara como una punta de flecha, la nariz chata y de un gris rosado, el felino avanzó un paso con patas ligeras como la ceniza, sin hacer ruido. Sus ojos eran dos monedas de bronce, desprovistos de toda piedad o consideración; sólo miraban fríos, casi sin interés, pero siempre fijos. A Wes se le cortó la respiración y le temblaron los dedos. Levantó el arma tan suavemente como pudo y bajó el cañón hasta apuntarlo. El felino empezó a rodearlo, despacio, cada movimiento una afirmación de potencia insinuada y velocidad contenida. Wes lo siguió con el arma, la silla crujió, él se volvió cuando tuvo al animal a su espalda. El felino continuó el círculo con ojos neutros, casi desafiantes, pensó Wes. La respiración le tableteaba en los oídos y notó el sabor del sudor que ahora le empapaba la cara.

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