Mark Rothko, la forja de un rebelde siempre en crisis
Ve la luz una biografía del genial artista norteamericano, que el próximo día 10 regresa al mercado con una de sus cotizadísimas obras
Para entender cómo un niño judío que estudiaba en una escuela talmúdica de los 4 a los 10 años, vestido de riguroso negro y del que se burlaban sus compañeros en la Rusia zarista de comienzos del siglo XX, acabó poniendo patas arriba el mundo del arte norteamericano , es preciso leer su biografía. Acaba de aparecer en español «Mark Rothko. Buscando la luz de la capilla» , escrita por Annie Cohen-Solal y publicada por Paidós, en la que se esbozan todas las aristas de esta personalidad tan compleja y desgarrada : estudiante insaciable (leía a Platón, Nietzsche, Freud, Jung y Shakespeare), tenía un innato liderazgo político y una marcada conciencia social. Rebelde de todas las causas que se cruzaron en su camino, se pasó toda su vida luchando contra los demás y contra sí mismo, siempre en crisis . Según la crítica Dore Ashton, que lo conocía muy bien, era « un hombre a la defensiva ». Sus demonios y conflictos personales le arrastraron a un final trágico al que parecía predestinado.
En la Universidad de Yale sufrió el rechazo de sus compañeros por ser un inmigrante judío. Años después recibió el doctorado «honoris causa»
Marcus Rotkovitch –ese era su verdadero nombre– nació en 1903 en Dvinsk (Rusia), hoy Daugavpils (Letonia). Diez años después huía con su familia de los progromos rusos. Pusieron rumbo al sueño americano . «Nunca fui capaz de aceptar aquel traslado a un país en el que jamás llegué a sentirme como en casa», confesaría años más tarde. En los colegios de Portland donde continuó su formación se dio de bruces con la realidad: el rechazo a los inmigrantes judíos . El mismo rechazo que sufrió en carne propia cuando en 1921 fue admitido en Yale . Tan solo estuvo dos años. Pese a sus esfuerzos por integrarse, era excluido por los cachorros protestantes de clase alta de la prestigiosa universidad. «Se consideraba un polizonte en un crucero de lujo », advierte su biógrafa. Un año antes de su muerte, en 1969, pudo servir fría su venganza: recibió el doctorado «honoris causa» por la Universidad que nunca lo aceptó.
El niño ruso se reinventa
Aquel hombre alto, «con una mirada ardiente e intensa , atenuada por una gafas de cristales gruesos», que siempre llevaba camisa y corbata, incluso cuando trabajaba en su estudio, decidió probar mejor suerte en Nueva York. Cuentan que su tardía vocación artística surgió cuando acompañó a un amigo que posaba como modelo en una clase de dibujo en el Art Students League. «Esta es la pasión de mi vida», pensó entonces. Y así fue. Siempre enfrentado a todos («odio y desconfío de los historiadores del arte, expertos, críticos. Son una panda de parásitos»), perteneció a asociaciones de artistas independientes, como The Ten, y fue uno de Los Irascibles . Entre los quince pintores rebeldes norteamericanos, fotografiados por Nina Leen para la revista «Life», estaban Rothko, Pollock, Motherwell, Still, Gottlieb, De Kooning... La flor y nata de la abstracción norteamericana.
El niño ruso se reinventó , dejando atrás el pasado: obtiene la ciudadanía norteamericana en 1938 y dos años más tarde se cambia el nombre por Mark Rothko . Fue unos de los judíos que contribuyeron a impulsar el arte moderno en Estados Unidos, junto a Peggy Guggenheim, Leo y Gertrude Stein, Alfred Stieglitz... La pintura de Rothko evolucionó de lo figurativo, a lo mitológico, surrealista, multiforme y abstracto. Entre sus cuadros favoritos, «La familia», de Miró, y «El estudio rojo», de Matisse , que le sumergió para siempre en la abstracción. Rothko halló su propio lenguaje pintando lienzos con franjas de colores de gran dramatismo e intensidad psicológica.
Espiritualidad
Aunque el artista siempre rechazó cualquier analogía entre el arte religioso y su obra, hay cierta espiritualidad y trascendencia en sus creaciones , que consiguen crear una atmósfera muy especial. Rothko quiso comprar la capilla Lelant , a las afueras de St. Ives (Gran Bretaña) para hacer un museo. Fascinado por Fra Angelico , decía que él era «un hombre renacentista que no tenía nada que ver con la pintura de su tiempo». Se abrió una sala Rothko en la Phillips Collection de Washington , una especie de santuario que invitaba a la meditación y, ya de forma póstuma, se inauguró en 1971 la Capilla Rothko en la Menil Collection de Houston (Texas), adonde peregrinan los fans incondicionales de Rothko. Es su obra maestra .
Aceptar el encargo de unos murales para el comedor del restaurante del rascacielos Seagram en Manhattan, cuenta la biógrafa, fue una maldición para él: «Espero pintar algo que arruine el apetito de los que coman en esta sala». Finalmente lo rechazó y acabó donando las obras a la Tate. Exponer le provocaba ansiedad, vómitos ... Padecía miedo escénico . «El éxito le agotó –dice Cohen-Solal–. Fue un artista consumido por sus preocupaciones intelectuales, culturales, espirituales y políticas. Siempre se rebelaba contra algo». Llegarían las depresiones, el abuso del alcohol y las drogas ; abandonó a su familia... El 25 de febrero de 1970 no pudo más: se suicidió en su estudio .
Su obra se cotiza al alza : es uno de los artistas más reconocidos e influyentes del siglo XX y uno de los preferidos por los coleccionistas más poderosos. En mayo de 2012 su obra «Orange, Red, Yellow» , de 1961, se vendió en Christie’s de Nueva York por 86,9 millones de dólares, su actual récord . El próximo día 10, en la misma sala, sale a subasta «Nº 17» , de 1957. Su precio estimado: 30-40 millones de dólares . Previsiblemente, se disparará, dada la demanda de sus trabajos. Es uno de los raros lienzos «azules y verdes» del artista y un buen ejemplo de su virtuosismo pictórico . Formó parte de la retrospectiva de Rothko que viajó por Europa entre 1961 y 1963 y que le consagró como uno de los puntales del arte contemporáneo mundial. El lienzo fue adquirido por una importante colección privada italiana, donde permaneció durante décadas. Volvió a salir a la luz pública en 2001, cuando se exhibió en la Fundación Beyeler de Basilea. Pasó a manos de otra colección privada, donde ha permanecido hasta hoy.
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