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El Lejano Oeste, como tierra prometida

El Thyssen reúne pinturas, fotografías y objetos del territorio indio norteamericano

JORGE S. CASILLAS

Fueron buscando la fuente de la eterna juventud y acabaron delante de una cultura con la que no consiguieron entenderse. Sin la épica de las grandes películas, así podría resumirse la llegada al Lejano Oeste de españoles e ingleses, que recorrieron Estados Unidos de punta a punta convencidos de que encontrarían una versión moderna de la tierra prometida. Al final, como buena parte de los grandes descubrimientos de la historia, llegaron al otro lado del Misisipi por error o casualidad. Tampoco pasa nada: Colón se tropezó con América cuando buscaba las Indias y John Pemberton inventó la Coca-Cola cuando pretendía un remedio para el dolor de cabeza.

Este podría ser el hilo conductor de «La ilusión del Lejano Oeste», exposición que estrena hoy el Museo Thyssen y que propone por primera vez en España un recorrido a través de aquellos artistas del XIX que hicieron del territorio comanche su fuente de inspiración, que no de juventud. La muestra comienza con una especie de prólogo que es prácticamente un homenaje a nosotros mismos. Pues fueron los exploradores españoles los primeros que cruzaron el Misisipi mucho antes que la mayoría de colonizadores ingleses.

Allí se produjo, en palabras de Miguel Ángel Blanco –comisario de la exposición–, «una violenta colisión de paraísos». Aunque a los españoles no se les dio del todo mal, pues además de ser los primeros en tratar con los habitantes de aquellas tierras redactaron el único tratado en la historia de los Estados Unidos que permaneció vigente durante 200 años. No es un detalle menor, pues lo normal durante todo este proceso colonial era que la paz durase lo que tardaba el vecino de enfrente en levantar el arma, ya fuera de metal o de madera.

Ya en el siglo XIX, fueron los artistas estadounidenses quienes se atrevieron a conocer un país donde todo parece hecho a lo grande, desde el cauce de los ríos hasta las canchas de baloncesto. Recorrían aquellos parajes muchas veces a caballo dibujando las cataratas de San Antonio o, más al oeste, el valle Yosemite. Precisamente, una de las obras principales de esta exposición es un lienzo de este valle pintado por Thomas Hill, que sirvió para que el valle Yosemite fuera reconocido (y protegido) como el primer Parque Nacional de la historia de Estados Unidos.

A su lado conviven una serie de fotografías (también del siglo XIX) p rocedentes de la Librería del Congreso de los Estados Unidos y enfrente unos dibujos que resumen de alguna manera los hábitos de vida del indio americano, para el que nada era aleatorio.

A través de esos dibujos, del tamaño de un DIN A3, se puede comprender la simbología bélica que emplearon una vez se vieron invadidos. Cuando a una pluma de la cabeza le faltaba un trozo era sinónimo de que ese indio había sufrido algún tipo de herida incisiva. Si además portaba un trozo de madera trabado en pelo significaba que tiempo atrás le habían alcanzado con una lanza. Y si llevaba una mano pintada en el pecho era que había capturado prisioneros en alguna batalla anterior. Eran todo señales con las que interpretar qué clase de soldado tenías al lado... O enfrente.

En esta exposición, el Museo Thyssen ha querido salirse del discurso habitual de cuadros colgados en la pared , y a las fotos y los lienzos les acompañan esta vez otro tipo de arte más «real», al estilo de los museos del descubrimiento que tanta curiosidad levantaron en su momento. «Antes de que se inventaran lo que hoy conocemos como museos de bellas artes en el siglo XVIII y XIX, el primer coleccionismo que hubo en Europa fue el de los llamados “Gabinetes de curiosidades”», explicaba ayer Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen.

Gabinete de curiosidades

«En aquellas colecciones del Renacimiento se mezclaban obras de arte con objetos de la naturaleza, maravillas que antes se acumulaban sin demasiado orden ni concierto pero que pretendían provocar el asombro», añadió. «Pienso que los museos nos hemos vuelto demasiado uniformes y que quizá deberíamos recuperar ese asombro de los gabinetes de curiosidades, salirnos del relato habitual de Historia del arte y remontarnos a ese momento en el que todavía no se había producido la escisión entre arte y naturaleza en las colecciones europeas». En este sentido, la muestra se completa con una serie de objetos procedentes de la cultura india y fechados en su mayoría en torno a 1869. Allí coinciden tocados, varias prendas de vestir, mocasines y hasta una pipa de la paz del tamaño de un palo de golf.

Como aquella «colisión de paraísos» no salió todo lo bien que debería y diezmó buena parte de la cultura indígena, el cine se encargó de barnizar los sinsabores del proceso colonial. La exposición termina precisamente con varios carteles de películas célebres del western y otros objetos procedentes del archivo gráfico de la Filmoteca Nacional, la colección particular de Alfredo Lara y de la Baronesa Thyssen, que estuvo ayer presente en la inauguración y que ha vivido muy ligada al Lejano Oeste primero por los papeles de su primer marido, Lex Barker; y después por la afición a este género del barón Thyssen, lector en su juventud de los libros de Karl May.

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