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Una antorcha LED para que la escultura clásica cobre vida

El museo de la Academia de San Fernando muestra con luz rasante los secretos de los grandes maestros

Una antorcha LED para que la escultura clásica cobre vida Matías nieto

jesús garcía calero

Se dice que, de puro orgullo ante la perfección de su Moisés, el gran Miguel Ángel Buonarroti le dio una palmada a la escultura y le espetó: «¡Habla!». Ciertamente hay muchos detalles secretos en las esculturas clásicas que por sí solos podrían demostrar una perfección realmente asombrosa, sobre todo anatómica, lo que ocurre es que no somos capaces de percibirlos... a la mortecina luz eléctrica de los museos.

A lo largo de la historia, casi todas las esculturas fueron concebidas para ser expuestas a la intemperie, para que el sol fuese jugando con sus relieves y oquedades a lo largo de los días y las estaciones. O eran contempladas en detalle a la luz de las antorchas. Pero cuando se muestran bajo la calculada luz de las salas de las grandes instituciones culturales los detalles no se perciben. Ahora, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (RABASF) ha tenido la idea de sugerir a los visitantes de su museo un paseo diferente, a la luz rasante de una antorcha LED, portátil, capaz de iluminar cada detalle. Desde esta semana basta con solicitarlo. La experiencia merece la pena.

José María Luzón, el académico y arqueólogo encargado del museo de la RABASF, que antes fue también director del Prado y del Arqueológico Nacional, subraya el hecho de que el pintor puede meter la luz en el cuadro, pero el escultor, desde la Antigüedad, trabaja con la luz sobre el volumen y es una pena no detenerse en los detalles, de una magistral meticulosidad, que convierten a la estatua en algo casi vivo.

«De hecho, se dice que la escultura es en realidad el reflejo de la luz», nos cuenta Luzón mientras bajamos al almacen visitable de vaciados de la Academia, en el sótano del histórico edificio de Alcalá 13. Bajo una angosta bóveda se amontonan, primero, viejos moldes de los que salieron los torsos y los brazos y piernas de ninfas y gladiadores, copiados para los Reyes de España a partir de las esculturas originales del Belvedere, la Columna Trajana, la Galería Borghese, o de los primeros hallazgos arqueológicos en Herculano y Pompeya, que encandilaban a Carlos III. Algunos llegaron comprados en Italia por Velázquez para Felipe IV. Otros en el último tercio del siglo XVIII, desde los palacios borbónicos, con el fin de que fueran utilizados en la formación de los artistas españoles. Los han dibujado todos los grandes maestros que han pasado por la Academia, bajo la luz humeante de lámparas y antorchas, para descubrir esos pequeños detalles que pulían su pericia.

Bajo la bóveda vemos el Gladiador Borghese, copiado del original romano, y solo con la antorcha descubrimos el esfuerzo de torsión en una vena hinchada del cuello, que no se ve bajo la luz cenital, o decenas de músculos en su espalda. Junto a él, el «despellejado» o «escorché», un estudio anatómico sin piel, de gran interés en la enseñanza, mira con ojos casi desorbitados. A la luz fantasmal que agita las sombras por todo el sótano se asoman rostros huiduzos de decenas de esculturas sin nombre.

La Puerta del Paraíso

Subimos a las salas del museo, donde también funciona la magia de la luz trémula. De hecho, el encuentro con la obra de arte es diferente, íntimo, emocionante. La antorcha que arrancaba los secretos a la piedra, hace latir en perfecto relieve tanto las venas apenas perceptibles de los luchadores como los numerosos detalles de la célebre Puerta del Paraíso, copia en yeso del pórtico de bronce del Baptisterio del Duomo de Florencia, obra de Lorenzo Ghiberti de 1452. Anton Rafael Mengs recibió permiso para realizar la copia en 1772 y llegó a la RABASF en 1779.

El efecto es aquí asombroso, debido a la delicadeza de la obra, podemos descubrir la ciudad de Jericó en perspectiva, creada por Ghiberti en tan solo dos milímetros de relieve. Invisible a la luz normal de sala, sus murallas parecen temblar junto a las trompetas bajo la antorcha LED. Las tiendas del ejército, los animales de Noé, el Egipto de José, son detalles casi invisibles que revelan su profundidad. El autorretrato del autor, obsesionado con la perspectiva como todos los artistas coetáneos del amanecer del Renacimiento, también parece cobrar vida.

La antorcha se pasea por la sala, llena de joyas. El pequeño Alejandro Magno a caballo, la copia de la primera escultura hallada en Herculano que Carlos III tenía en gran estima, revela incluso la imperceptible firma del autor bajo la base. El Sátiro Ebrio de la Villa de los Papiros no quiere ser molestado y su cuerpo se tensa bajo el LED. Más impasible, el busto de Filósofo Cínico, primer hallazgo arqueológico de Pompeya que llegó al Rey, muestra sus detalles fisiognómicos.

Algunas piezas tienen restauraciones antiguas. Otras están de actualidad, como los Púgiles de Florencia, copiados de los Uffizi, que el pintor y académico Antonio López está pintando ahora, según nos cuentan. Por cierto que una taba asoma por el pie de uno de los dos púgiles revelando otro secreto de los yesos del XVIII: la estructura que los sustenta está elaborada con huesos de animales, lo cual evita la oxidación que generaría el metal o los problemas de otras sustancias. Ver las esculturas revivir en tantos detalles bajo la luz rasante e imaginarlas dotadas de esqueleto, aunque sea animal, hace pensar en la palmada de Miguel Ángel a su Moisés: ya solo les falta hablar.

Un grupo llega y se suma a la visita, con creciente asombro. El progreso y la seguridad que trajo la bombilla de Edison a los museos borró de nuestra vista muchos matices geniales. Rutilan a la luz de las antorchas, que han estado en la noche oscura del arte desde Altamira. Siendo los artistas a veces oscuros, justo parece acercarles la luz.

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