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Rodrigo Cortés

Marty ya no vive aquí

«Scorsese, Martin, Marty, monaguillo de día, cocainómano de noche, ha manchado los cerebros de una legión de cinéfilos con un millón de imágenes de una pureza agresiva y lacerante que no ha negociado jamás con ellos»

Rodrigo Cortés

Un taxista que sobra desvaría frente al espejo. Un niño elige las gafas de un hombre muerto. Un gánster abre el maletero y el mundo se enciende en rojo. Un boxeador recibe y recibe guantazos en blanco y negro. Un cómico de cuarta secuestra a un cómico de segunda. Unos dados traslúcidos vuelan hacia la lente, que no los muerde por poco. Un guitarrista de pupilas dilatadas le sonríe a un bajista de pupilas dilatadas. Un infeliz huye a la carrera de una horda de habitantes de la noche. Un piloto y cineasta y magnate y genio colecciona orina y uñas. El lobo feroz se ata a los bajos de un coche. Dos jesuitas encuentran la fe bajo una losa .

Scorsese, Martin, Marty, monaguillo de día, cocainómano de noche, ha manchado los cerebros de una legión de cinéfilos con un millón de imágenes de una pureza agresiva y lacerante que no ha negociado jamás con ellos. Mientras su amigo Steven le juraba al estudio que podía conseguir un final más feliz y su amigo Francis se topaba con Waterloo camino de Austerlitz, Marty se autodestruía y sólo en el parpadeo de la sala encontraba redención y consuelo. Mientras su amigo George cambiaba el mundo llenándolo de muñecos y su amigo Brian hacía implosionar el cine metiéndole más cine dentro, él se odiaba con todas sus fuerzas y amaba a cuanto francés le enseñara a besar sin respetar el eje y a cuanto italiano le dejara sentir la carne que late bajo la tela negra de la pobreza .

Marty, que aprendió a hablar rápido porque corría despacio, saltó de la selva de Queens a la de olores y gritos del Little Italy neoyorquino, que le llenó la mente de culpa y, por tanto, de deseo . Su obra recogerá ese revoltijo de tonadas, de Tony Bennet, de los Moonglows, de Otis Williams, de Louis Prima, que se filtraban por los balcones y rebotaban, incompletas, en el asfalto ardiente del sur de la isla, donde sólo los bribones sobreviven mientras los que serán sus abogados estudian en casa, junto a sus madres, porque aún creen que serán buenos. En aquellas rondas de cuatro nombres —Mott, Mulberry, Elizabeth, Grand— Marty abandonó la claridad moral, allí imposible, y se lanzó a contar la frontera que divide el corazón de los hombres, esa tierra de nadie que lo llena todo y convierte la bondad y la maldad en el mismo campo minado . Marty, que hace de la cámara un bate y de la crispación un rezo, cuenta la Nueva York que forjaron a sangre los recién llegados y encuentra a Dios en el castigo, convierte su oficio en sacerdocio y abraza cada pecado para devolverlo en forma de luz cegadora, viva, vibrante, que late, como laten las mentiras, a veinticuatro imágenes por segundo.

Scorsese, Martin, Marty, ruido y furia, Stones, polvo, locura, ha atravesado la muerte de tanto bordearla, y, superviviente de sí mismo, emerge por fin al silencio . A la calma que espera al otro lado del fragor, donde la confusión termina. Donde sólo el cine importa. El orden. La voz precisa. La indicación calmada. Donde todos aguardan. Y entonces susurra «acción». Y cada intérprete, cada técnico, cada figurante, cada invitado al baile, cumplen con su pequeña parte del ensueño. Y el set se llena de energía súbita. Y las butacas vuelan en la sala, arrancadas de sus goznes. Y un fuego graneado de ideas golpea las retinas del planeta, que reverberan, se contraen, se quiebran, se recomponen. Y cada espectador entiende, perplejo y creyente, arrodillado sobre la moqueta, lo que Scorsese entiende que es el Cielo.

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