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Domingos con historia

García Pavón y la novela negra

Su olvido es una inquietante muestra de la facilidad con la que excluimos de nuestro afecto estético trayectorias esenciales de la tradición literaria española

García Pavón, visto por Nieto NIETO

Fernando García de Cortázar

En 1961, cuando Dashiell Hammett acababa de morir, y cuando le quedaban a él mismo muy pocos meses de vida, Luis Cernuda escribió un conmovedor elogio del escritor estadounidense: «Después de haber gustado a tantos lectores, ha debido morir en medio de ese olvido que, tras unos años de éxito ruidoso, desciende de pronto y sin razón visible sobre tantas figuras aparentemente queridas y admiradas por el público norteamericano». Sabía bien de lo que hablaba el poeta del 27 , encerrado en su melancólica contemplación de una España cuya indiferencia creía sufrir.

Sus palabras segregaban compasión por la suerte de un escritor magnífico, de brioso pulso narrativo y personajes de moral ambigua que merecían tanto el aplauso del público mayoritario como el respeto de la mejor crítica especializada. La lectura de esta poderosa reflexión de Cernuda me ha llevado a pensar en un autor con éxito en su tiempo, pero en cuyos últimos años ya se cernía la amenaza de una ignorancia que ha ido asentándose sin aparente remedio. Como en tantos otros aspectos de nuestra curiosa vida cultural, el olvido de Francisco García Pavón es una inquietante muestra de algo muy grave que nos está ocurriendo. Me refiero a esa facilidad con la que excluimos de nuestro afecto estético trayectorias esenciales de la tradición literaria española y las expulsamos de nuestras costumbres de lectores, de nuestra posibilidad de pasar buenos ratos con un libro en las manos.

La novela negra ha sido un refugio de salvación para una escritura que iba agotando sus recursos. Fue la posibilidad de rescatar el realismo de la época de ascensión y plenitud de la burguesía, desquiciado por el experimentalismo vanguardista de la primera posguerra mundial, y almidonado luego por las exasperadas geometrías de la llamada novela social y los inconsolables callejones de los relatos existencialistas. La novela negra no era exactamente la novela de intriga, pero esta le abrió camino entre el público con su propuesta humilde y su honesta pretensión de entretenimiento.

El hábito creado por este tipo de literatura popular dio paso a una lectura más exigente, que ya no se conformaba con asistir al forcejeo de un laberinto de meditaciones detectivescas, sino que deseaba ver reflejada en sus peripecias una perspectiva moral del mundo. Una versión humana, compasiva y auténtica, natural y arraigada en la tierra nuestra de cada día. Menos esquemática que ciertas tendencias con explícita ambición redentora, y menos deformante que los paisajes al límite de los eternos partidarios de la angustia.

Existencia digna

Suele decirse que la novela negra española nació, años setenta, en Barcelona y Madrid, donde detectives de vuelta de todo, sabuesos desengañados en sus pisos de soltero e investigadores desdeñosos con su amargura a cuestas, navegaban en la mugre del desarrollismo y sus efectos residuales. Pero fue el manchego García Pavón quien nos proporcionó una mirada inexcusable, la de otra España que también existe, y que existía entonces lamiéndose las heridas de la guerra civil , tratando de restaurar una existencia digna, viviendo en plena lealtad con su pasado liberal, resistiendo noblemente en su ánimo de convivencia.

García Pavón no tuvo que fabricar un mundo: se limitó a asumir la sabiduría de su sencillez y el impulso de su moderación. Manuel González, alias Plinio, imaginario jefe de la policía municipal de Tomelloso, se enfrenta al crimen sin el desgarrado cinismo de otros lugares. El mal le sorprende, no porque sea un iluso, sino porque le duele el modo en que desordena aquel mundo bondadoso y pegado a los ritmos de la naturaleza, aquel pueblo de trabajo, madrugones y civismo elemental. Plinio no vive al margen de sus vecinos. Ni los observa desde una atalaya de superioridad moral y desparpajo estético; ni los juzga con la conciencia turbia de las noches pasadas, el alma en blanco. Plinio es uno más entre ellos, se acuesta pronto, juega a las cartas y bebe en el Casino prudentemente. Desprecia el fanatismo político y le repugna la arrogancia intelectual. Le apena dulcemente el rencor provocado por la miseria, pero le subleva con ferocidad el egoísmo de los poderosos.

García Pavón construyó un personaje literario que algunos se resistirán a integrar en el éxito de la novela negra española posterior. Posiblemente la considerarán tibia, cuando solo es limpia. La supondrán simple, cuando brota con prodigiosa fluidez y sin aparente esfuerzo creador. Considerarán que su ambiente no es lo bastante enfermizo ni su trama lo bastante enrevesada, cuando la claridad narrativa solo pretendió reflejar el aire exacto de la complejidad del hombre, no fabricarla con los fuegos artificiales de la vanidad.

Calidad de vida

El mundo de Plinio es amable, con la educada elegancia de la gente de la España interior, con la callada inteligencia de una España siempre mirada por encima del hombro. Y las historias nos llegan con esa misma calidad de vida que algunos desprecian sin molestarse en conocerla. Nada hay de superficial en «Las hermanas coloradas», «El rapto de las sabinas» o «El reinado de Witiza», cuya trama sinuosa de apariencia humilde destapa la amenaza que acecha en el fondo de aquel paisaje manchego, llano, perfecto, respirando de bruces bajo la luz unánime de las tardes de sol.

Lo que hay es una época de la historia de España y un carácter que aquel liberal de buena ley y comprensión infinita escribió en páginas de una excelencia que no merece este maldito olvido: «El cielo estaba de un gris gordo y obsesionante que aplastaba las casas y la torre, se metía por puertas y ventanas, amainaba pájaros y gritos, empozaba el pueblo. Los árboles cabeceaban con desespero, intentando sobrenadar el toldo que los anegaba. Tras este redondel de la Plaza, alrededor de este despeje, se extendía todo el pueblo llano, de cales, con más de treinta mil almas alimentadas por la cepa y sin caprichos. Paz, trabajo, mucho trabajo contra un suelo terco y sin entrañas».

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