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Un gran marino poco recordado y su trágico e injusto final

Un gran marino  poco recordado y su trágico e injusto final
Agustín Ramón Rodríguez González el

Fadrique de Toledo y Osorio es otro de los grandes marinos de los que poco se recuerda, pese a sus logros realmente sensacionales, a su bien probada humanidad y al escandaloso proceso que le llevó a la muerte y la ruina. Y ello llama más la atención por cuanto su retrato y los cuadros mostrando sus hazañas han sido vistos por millones de personas en el Museo del Prado.

Don Fadrique (versión castellana medieval del nombre de Federico) nació en 1580 dentro de la rama leonesa de la Casa de Alba, que a diferencia del gran y famoso Duque, prestaron preferentemente sus servicios en el Mediterráneo, al mando de escuadras de galeras, y en la gobernación de aquellas tierras.

Pero nuestro hombre, tal vez por el hecho de ser segundón, dejó el escenario y buques de abuelo, padre y hermano mayor para dirigir su atención al mundo atlántico, tan distinto en todos los aspectos, empezando por el tipo de buque allí empleado: el galeón. Y de la élite de todos ellos, la “Armada del Mar Océano”, obtuvo el mando en 1617, cuando aún no contaba 37 años. Si alguien supuso que tal ascenso se debía a su alto origen, los hechos no tardaron en desmentirlo.

En 1621 finalizaron las treguas firmadas doce años antes con los rebeldes holandeses, reanudándose la guerra. Se pensó en Madrid que un buen comienzo sería interceptar y destruir el numeroso y rico convoy holandés, fuertemente escoltado, que volvía a su patria desde los mercados mediterráneos. Para ello se ordenó a Don Fadrique concentrara su escuadra con el refuerzo de otras, le saliera al paso y lo capturara o hundiera. Debían reunírsele unos 22 buques de todas clases, pero los preparativos se demoraron por una causa u otra, y debió zarpar con solo nueve buques.

Patrullando el Estrecho a primeros de agosto de aquel año, recibió avisos de que se acercaba una flota de no menos de 24 mercantes armados, escoltados además por nueve de guerra. Don Fadrique sólo tenía nueve, de los cuales dos eran pataches, buques pequeños para exploración y mensajes que apenas servían para el combate, los otros seis eran buques medianos y solo la capitana “Santa Teresa” tenía más de mil toneladas y 60 cañones, más del triple que el resto. Otro almirante se hubiera negado a atacar en semejante proporción, limitándose todo lo más a hostigar de lejos al enemigo y tal vez apresar algún buque retrasado. Pero Don Fadrique era distinto:

Ya que su insignia era el único buque de fuste en su escuadra, decidió jugárselo el todo por el todo, metiéndose entre la formación enemiga, mientras que sus cañones y mosquetes sembraban la destrucción entre el enemigo, y el resto de la escuadra española se dedicaba a rematar a los ya averiados por su capitana. Por dos veces atravesó la formación en media luna de los holandeses, y al final, se atrevió a abordarse con dos a la vez, uno por banda, venciendo a ambos pese a declararse un incendio en el “Teresa” y perder el palo mayor por los cañonazos enemigos. En total los españoles hundieron cinco buques enemigos y apresaron dos más, en una de las más brillantes y meritorias victorias navales que se recuerdan. Sucedieron los hechos un diez de agosto y la recompensa fue nombrarle “Capitán General de la gente de guerra de Portugal”.

Apenas cuatro años después, Don Fadrique consiguió una nueva victoria: una expedición holandesa conquistó San Salvador de Bahía, la capital del Brasil portugués, buscando tomar el país entero y beneficiarse de sus ricas plantaciones que tan buenos mercados tenían en Europa.

A principios de diciembre de 1624 zarpó la expedición de reconquista, de Cádiz y de Lisboa, con 29 buques españoles y 22 portugueses, con unos 12.500 hombres entre marineros y soldados, llegando a su objetivo el 29 de marzo, para tras un duro asedio conseguir un éxito total con la capitulación del enemigo el 30 de abril, entregándose más de dos mil prisioneros, 260 cañones y un total de 20 buques, al siempre sensible pero reducido precio de 73 muertos y 64 heridos entre los ibéricos.

Y hubo naturalmente el encargo de un gran cuadro para el “Salón de Reinos”, esta vez encargado a Juan Bautista Maíno, que bien merece un comentario: Al fondo se ve a Don Fadrique mostrando ante caballeros arrodillados un tapiz que representa a Felipe IV siendo coronado de laurel por nada menos que la Victoria y el inevitable Olivares. A la izquierda se ve la clemencia otorgada a los prisioneros y un paisaje con escenas de guerra y de buques.

Todo esto es lo obligado y esperable, la exaltación de la victoria y del poder, pero hay algo que sorprende y conmueve al espectador: la escena principal, la que atrae la mirada por estar las figuras en primer plano, es muy distinta: la curación de un soldado herido por unas pobres mujeres con niños pequeños en los brazos. Nada menos.

Si en “Las Lanzas” se ha alabado con toda justicia que Velázquez reflejara el enemigo con respeto, sin caricaturizarlo ni insultarlo, si uno se queda asombrado por el gesto amable y caballeroso del vencedor Spínola hacia el vencido Nassau, Maíno llega a superarlo con ese tierno cuadro de las consecuencias de la guerra y de la solidaridad de los más pobres.

Y es que el trato dispensado a los prisioneros por Don Fadrique fue, como era habitual en él, más que humano, y muchos de ellos, viendo así desmentida tanta propaganda, dieron en pensar si no estarían en el bando equivocado, y de hecho bastantes dieron ese paso, entre ellos tres capitanes. Como sería la cosa que, al llegar los otros a Holanda y hacerse lenguas del magnífico trato dado por los españoles, el severo gobierno holandés les impuso silencio absoluto, para que no desmintieran la imagen tópica de sus crueles enemigos.

Y eso que para los españoles de la época los holandeses eran poco menos que la mismísima encarnación del Mal: rebeldes a su rey, herejes y enemigos despiadados, que lo mismo preferían volar su buque antes que rendirse y morir junto a sus vencedores, que “regar los pies”, es decir: arrojar al mar atados para que muriesen ahogados a los prisioneros que hacían.

Por su parte, Don Fadrique recibió como recompensa la encomienda de Valdericote en la Orden de Santiago. Pero lo mejor fueron las fiestas de alegría en España y Portugal, e incluso Lope de Vega compuso para la ocasión la obra de teatro “El Brasil restituido”.

Pero la guerra seguía, y en 1628 el enemigo se apuntó un tanto muy importante al interceptar y hundir o apresar la Flota de Nueva España en la bahía cubana de Matanzas. Tal pérdida no se podía repetir, y la nueva flota, de 18 buques, zarpó el año siguiente con la escolta de la Armada del Mar Océano, con 17 y un total entre las dos de 7.000 hombres embarcados, ambas bajo el mando de Don Fadrique. En aguas de Canarias se apuntaron un buen éxito al apresar siete buques corsarios holandeses de una flotilla de diez. Pero las órdenes secretas, cuyos pliegos se abrieron ya en alta mar, daban unas órdenes muy concretas: recuperar las islas de Nieves y San Cristóbal (hoy Saint Kitts and Nevis) donde se habían asentado ingleses y franceses como si fueran suyas.

La flota española llegó el 17 de septiembre de 1629 y en una fulgurante operación anfibia completada en solo 17 días, recuperaron con menos de cien bajas las dos islas, haciendo más de 2.300 prisioneros, apresando ocho buques, 171 piezas de artillería y 1.350 mosquetes y arcabuces. De nuevo se mostró la humanidad del jefe español, al ponerlos en libertad y dejarlos volver a Europa con la simple promesa de no volver a las Indias. La alegría en España fue enorme, especialmente porque al año siguiente volvió con la Flota de Indias intacta y las remesas de varios años. Se le recompensó con la Encomienda Mayor de la Orden de Santiago en Castilla.

Y de nuevo se encargó un cuadro para conmemorar la victoria, esta vez a Félix Telo, y con el protagonismo exclusivo de Don Fadrique, aunque con el detalle curioso de verse banderas holandesas, cuando ya sabemos que el enemigo en esta ocasión era muy otro.

Pero Don Fadrique estaba ya muy cansado, en todos sus años de servicios no había tenido sino dos cortas licencias, y sus asuntos familiares y patrimoniales los tenía muy descuidados. No solo se le debían muchas pagas atrasadas, sino que había puesto de su bolsillo para que sus hombres tuvieran lo preciso, hasta comida, y algo parecido sucedía con los buques. También discrepaba fuertemente de la dirección del entonces todopoderoso conde-duque de Olivares, excesivamente autoritario, no siempre acertado y menos en cuestiones militares y navales y que siempre pedía mucho más de lo posible a sus subordinados, no dándoles los medios adecuados.

Todo lo que pedía era un respiro para poner en orden sus asuntos, pero las dos fuertes personalidades terminaron por chocar del modo más duro: en una entrevista personal, y al alegar el marino sus servicios al Rey, Olivares contestó que él también lo servía, obteniendo la seca respuesta: “Permítaseme discrepar. Y aunque fuese cierto, lo hice arriesgando mi vida y mi cuerpo, no como VE, que sentado en una silla, hecho un poltrón, gana más en un día que yo en una vida.”

Aquello firmó su sentencia: sometido a arresto fue juzgado por una “Junta de Obediencia” que le quitó todos sus honores y mandos, le impuso una enorme multa y le condenó al destierro de España y sus dominios. Y ello pese a su grave enfermedad, que le llevaría a la muerte al poco tiempo. Su mujer tuvo que pedir de rodillas a la Reina que no le comunicasen la sentencia pues estaba ya agonizante.

Pero Olivares fue cruel hasta el final: prohibió los funerales públicos, cualquier adorno y hasta ordenó quitar el bastón de mando de las manos del cadáver en su ataúd, mientras perseguía a toda su familia, pues los Alba eran sus principales enemigos políticos.

Murió un 10 de diciembre de 1634, con solo 54 años, mientras el asombrado y escandalizado pueblo de Madrid sentenciaba: “¡ Murió de la envidia de un valido!”

Ese fue el tan triste como inmerecido final de uno de nuestros grandes marinos.

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