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Laboratorio del Museo Arqueológico Nacional: donde la historia cura sus heridas

Después de la renovación del museo, los restauradores cuentan con nuevas instalaciones en las que cuidan de un inmenso y delicado patrimonio

Laboratorio del Museo Arqueológico Nacional: donde la historia cura sus heridas

Jesús García Calero

La sala recuerda vagamente a un hospital, aunque los «pacientes» que aquí coinciden son tan dispares que no podrían encontrarse todos juntos en ningún otro lugar . En el laboratorio de restauración del Museo Arqueológico Nacional (MAN) se cuida estos días de un sacerdote egipcio de la XX-XXI dinastía, un hombre que murió hace 3.000 años, llamado Pairujeser. O más bien se cuida la tapa de su ataúd, una pieza decorada con delicadas pinturas, habitualmente en los almacenes del MAN, que ahora es objeto de una tesis doctoral y de un detallado chequeo de conservación. El equipo de jóvenes restauradoras se mueve alrededor con diligente naturalidad, rescatando una escama de pintura suelta para su reintegración y cuidando hasta el más mínimo detalle.

A su lado, una crátera griega con escenas de la Amazonomaquia y otras pinturas hercúleas, cuyo problema son las sales insolubles que excreta el tiempo fuera del barro cocido. Y muy cerca, sobre una bandeja, la máscara aplastada y polvorienta, de una momia del imperio tardío -recién adquirida por el Estado- que parece imposible de recuperar pero que las restauradoras del MAN aseguran que quedará como nueva. La caterva de pacientes se completa con monedas prerromanas del tesoro de Azaila, cuya corrosión debe atajarse; un cristo metálico en proceso de limpieza, una pintura sobre tabla (siglo XVI) de Santa Quiteria, otra de un retablo del mismo siglo con San Pedro y San Juan y varios textiles con interesante historia, preparados para viajar a una exposición temporal. Se trata de tejidos ricos que pertenecieron al sayo de algún noble y después fueron cortados para mantos ricos de Vírgenes y Santos. En el otro extremo, un tanka tibetano se oxigena y recupera su flexibilidad.

Mil doscientas intervenciones

Piedra, papel, pintura, metal, cerámica, textiles... No hay otro museo en España con tan diversos materiales para cuidar. Por ello en ocasiones cooperan con especialistas del IPCE y de otras instituciones académicas y universidades. Al frente del laboratorio está Teresa Gómez Espinosa, especialista que nos cuenta el enorme desafío que supuso, desde el punto de vista de la restauración y conservación, la reforma del MAN, para su inauguración hace ahora casi un año . Imaginen lo que supuso desmontar el museo completamente y volver a montarlo cambiando el concepto museográfico. Fueron más de 1.100 intervenciones de todo tipo desde los pequeños abalorios al monumental «Pozo moro», una intervención que provocó un pequeño simposio para exponer sus piezas correctamente. Desde la inauguración del museo, el laboratorio ha realizado otras 90 restauraciones.

Desde que en 2008 el MAN empezó a desmontarse, trabajaron «de manera frenética», al principio en los dos patios del museo, porque los restauradores manejan sustancias muy tóxicas en los procesos de limpieza e intervención de las obras de arte y necesitan buena ventilación. Aún así, como no tenían un sistema adecuado, redujeron los productos químicos que utilizaban en ese momento y desviaron algunas restauraciones al IPCE, el Instituto de Patrimonio Cultural de España. Hubo de todo, desde limpiezas a intervenciones a fondo.

En septiembre de 2012, por fin, inauguraron el nuevo laboratorio, en la sala de cerchas -las estructuras que sostienen la cubierta, que son del edificio original del XIX, atornilladas como un pequeño mecano diseñado por Eiffel-. Se trata de un espacio abuhardillado de dos alturas en lo alto del MAN, en el que cinco mujeres cuidan de un patrimonio sin igual. Se encuentra junto a los almacenes para comodidad en el traslado de piezas y cuenta con un montacargas y cinco puestos individuales.

¿Que necesita un restaurador en su cubículo? Llama la atención que todos tienen una vitrocerámica -«es para preparar nuestras pócimas», nos dicen con sonriente complicidad-, una pila y un lavaojos -medida de seguridad obligatoria cuando se trata con sustancias peligrosas- y llamativas trompas azules para la extracción de gases que hacen pensar en elefantes ocultos en el techo.

El milagro de la reforma del MAN en mitad de la crisis, con todos los problemas para cuadrar las cuentas, no ha permitido dotar este laboratorio con todos los medios necesarios. Las necesidades actuales pasan por un láser de limpieza, que se ha tomado prestado del IPCE para piezas emblemáticas como la Pila de Almanzor, un trabajo ímprobo; la Dama del Cerro de los Santos, en la que se hallaron restos de policromía, y los pequeños y preciosos Lobos de Máquiz, que embellecían un carro íbero y en los que el láser descubrió una escena inédita. También falta un equipo portátil de Rayos X y una cámara de anoxia para evitar infestaciones. Y por pedir, «un químico, un físico y un biólogo». ¿Para cuándo?

Las restauradoras reconocen el apego a algunas piezas, a veces no por su valor sino por la implicación con su historia al realizar la documentación, que queda registrada para el futuro. Cartapacios digitales a disposición de futuros investigadores. La ciencia es una cadena. Para ellas, los pacientes más delicados son las momias. Su material es orgánico. En sus vitrinas se cambia el aire, totalmente controlado y filtrado, cada 15 días. No puede haber un fallo. Especial cuidado hay que tener en primavera, la época en la que amenaza «un ataque de bichos». El pulso de la naturaleza se siente en el museo, que se pone en estado de alerta. Hongos, bacterias, insectos, son el enemigo, no pueden aparecer. «Nuestro programa de conservación preventiva intensiva siempre cuesta menos. Prevenir es más barato que curar». También esto recuerda lejanamente a un hospital.

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