domingos con historia
La madurez de Alejandro Lerroux
El fundador del Partido Radical sorprendió por su sensatez política en las vísperas y primeros pasos de la II República
Si Ramiro de Maeztu nos permitió evocar a un pensador eminente y complejo, olvidado por el sectarismo de unos y la despreocupación intelectual de otros, Alejandro Lerroux puede encarnar al político sometido a algo más doloroso que la marginación en la memoria de los españoles. El líder del Partido Radical, que durante mucho tiempo fue, además, la figura con la que se identificaba la causa republicana, ha adquirido las imágenes vejatorias de una ambiciosa corrupción, de un liderazgo incompetente y de un caudillismo demagógico utilizado en provecho propio y en el de sus compañeros de refriega. El «lerrouxismo» no define una corriente política de su tiempo sino una conducta impropia, una viciosa dependencia de fondos reservados para luchar contra las reivindicaciones del pueblo catalán, un obsceno anticlericalismo destinado a apartar a los trabajadores de sus verdaderos problemas, y una indecente inclinación a utilizar la influencia política para el enriquecimiento personal. Sin duda, el movimiento lerrouxista dio motivos para apreciaciones de este tipo, pero estuvo muy lejos de reducirse a algo así.
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La ausencia de una corriente política que reivindique la herencia del radicalismo español junto con la apropiación de la tradición republicana por la izquierda han permitido una injusticia aún no reparada. Una injusticia que impide comprender lo que Lerroux fue, en sus años de madurez y, aún más, de lo que pudo haber sido si las circunstancias iniciadas el 14 de abril de 1931 no hubieran frustrado un proyecto capaz de reconciliar a las clases medias en la defensa de la moderación y de un régimen en el que todos los españoles encontraran acomodo.
Sectarismo
Quizás sea este el tiempo en que Lerroux merece ser revisitado. El Lerroux llegado a su madurez personal y política, a mitad de sus sesenta cuando se cruzó el umbral de una fase dramática de nuestra historia, en las vísperas y primeros pasos de la II República. Al acercarnos a esa etapa de la vida del fundador del Partido Radical, nos sorprende la sensatez de sus propuestas, la preocupación por el sectarismo de los recién llegados al espacio republicano, la inquietud por una democracia sometida a las exclusiones dictadas por los socialistas y los nuevos jacobinos.
En «La pequeña historia», redactada en el exilio durante el primer año de la guerra civil, puede apreciarse la mezcla de resignación y regocijo con que asistió a los esfuerzos por desplazarle en los pactos republicanos de 1930. Con amargo sarcasmo, describió el absurdo despojo del ingrediente liberal del republicanismo a fin de satisfacer a un partido socialista que no había dudado en colaborar con la Dictadura. Con tristeza relató sus esfuerzos baldíos por construir una fuerza política que uniera a los republicanos moderados y facilitara un cauce de representación a las clases medias, integrándolas en un régimen que no deseaba confiar a lo que él denominó, ya antes del 14 de abril, la «demagogia plebeya». No porque despreciara a los plebeyos, sino porque odiaba, pues la conocía a fondo, la demagogia.
Indignación de sus compañeros
En 1930 provocó la indignación de sus compañeros de la Alianza Republicana, al proponer un proceso constituyente en el que todos los españoles fueran llamados a decidir la forma de gobierno. Con comprensible incredulidad, pudo ver a antiguos reformistas, viejos liberales o conservadores dinásticos, proclamar que la soberanía nacional no podía considerarse superior a la República. Sin estridencias, Lerroux quiso presentarse ante los españoles como el republicano de siempre, cuya trayectoria le permitía renunciar a un sectarismo de recién llegado. Sus enemigos, en el pacto de San Sebastián, no pudiendo prescindir de él, le adjudicaron la cartera de Estado en el gobierno provisional. A pesar de haber protestado tanto por su falta de preparación para el cargo como por la maniobra con que pretendía apartársele de la vida política nacional , Lerroux dio cierta dignidad a su ministerio. Mientras sus colegas desdeñaban la presencia de España en la Sociedad de Naciones, el viejo dirigente radical proclamó en ella los principios de libertad y tolerancia que consideraba consustanciales al nuevo régimen. Y los atestiguó, negándose a la ignominia de insultar en su intervención al último representante de la Monarquía, como se le había sugerido. La representación nacional no había de ser «monárquica ni republicana, sino española y patriótica.»
Asalto a ABC
Cuando se produjo el asalto a ABC y la quema de conventos de mayo de 1931, el viejo radical dio una lección a sus colegas católicos en el gobierno. No aceptaron que interrumpiera el viaje a Ginebra que realizaba en su calidad de ministro de Estado, pero su denuncia de aquel torpe anticlericalismo quedó claro en sus recuerdos: «En Madrid el populacho, excitado por unos cuantos miserables, se echó a la calle e inició la estúpida y criminal e inmotivada ofensiva contra las iglesias y conventos, quemando y saqueando. Las turbas echaron sobre la República naciente el primer borrón y la primera vergüenza.»
Esa conciencia de español abierto a Europa con la que inició su carrera política, enfrentándose al nacionalismo disgregador en Cataluña, se mantuvo en sus años de madurez, adquiriendo un carácter mucho más constructivo y esperanzado. En su idea de España latía una democracia de ciudadanos, sin identidades excluyentes, con igualdad de derechos y equivalencia de aspiraciones. En su defensa de la soberanía nacional se encontraba la terca voluntad de una reconciliación de los españoles que solo podía estar liderada por la moderación política y la sensatez social. En la frustración de estas virtudes cívicas había de iniciarse el camino hacia el abismo.
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