Hazte premium Hazte premium

la larga guerra del siglo XX. segunda guerra mundial (XXXVIII)

Berlín, 1945: el hundimiento

Hitler y sus íntimos se dispusieron a representar en clave heroica el fin de Germania la real y la imaginada

Berlín, 1945: el hundimiento

ARMANDO FERNÁNDEZ-XESTA

Delenda est Germania: Rememorando la sentencia con la que Catón el Viejo remataba todas sus intervenciones en el Senado de la Roma republicana pa­ra exigir la destrucción de Cartago, el propio Hitler estaba convencido de que Alemania debía ser destruida.

Más que destruida, aniquilada, borrada de la faz de la tierra, ya que no había podi­do estar a la altura de su destino. Sólo los débiles que no participaban en la lucha sobrevivirían al fi­nal de un pueblo que, siguiendo sus teorías de pu­ro darwinismo social, no merecía seguir existien­do en un mundo reservado en ex­clusiva a los más fuertes. Para Hit­ler, la alternativa a la victoria total no podía ser otra que la destruc­ción total.

Germania

Únicamente desde esta premisa es posible entender lo que fueron los últimos días del Reich, la agonía de su capital y, sobre todo, el delirio vivido en el búnker, en donde, aislados de toda realidad, Hitler y sus íntimos se dispusieron a representar en clave heroica el fin de Germania. Fin de la Germania real, que ago­nizaba entre tormentas de fuego provocadas por los bombardeos angloamericanos y el martilleo constante de los katiuskas so­viéticos…

Y fin de la Germania idealizada, del sueño hitleriano, que bien podía ser representada por la maqueta de esa grandiosa ciudad futura creada en yeso y cartón piedra por Albert Speer, el primero de aquella corte en dejar de creer en el Führer y uno de los últimos en abandonarlo.

Gerifaltes del partido o la mi­licia, como Himmler o Göring , intentaban prepararse un futuro en el que sólo ellos parecían ilusa­mente confiar. Göbbels formaría parte de la tragedia final inmolán­dose en una hecatombe familiar . Casi un sacrifico ritual. Borman, desaparecido en las nieblas de un Berlín en derrota…

Multitudes huyendo sin saber a dónde por carreteras atestadas y bombar­deadas. En las farolas de la capi­tal asediada, al igual que en otros muchos puntos de lo que quedaba de aquella «Gran Alemania», col­gaban los cadáveres de soldados y civiles, presuntos desertores, luciendo sobre sus pechos carteles infamantes.

La «Operación Nerón», la autodestrucción de todo lo que no había sido destruido ya por los continuos ataques enemigos, debía ser la culminación de una política de tierra quemada, arrasada, por decisión personal de Hit­ler: si a pesar de sus órdenes de venganza la capital de Francia no había ardido (¿Arde París?), Berlín estaba destinada a convertirse en la pira funeraria del héroe que se inmola con su pueblo. Un pueblo al que él mismo ha condenado.

La carrera sin meta, entre quienes se empeña­ban en llevar a cabo las voladuras e incendios que han sido decretados y los que tratan de impedirlos, resultará dramática. Para unos, sobre todo gentes del partido, fieles aún a la filosofía hitleriana, víc­timas de su propio fanatismo, el epílogo definitivo de un Reich en hundimiento sólo podía ser el fin de Alemania, su desaparición. Para otros, principal­mente los mandos de la Wehrmacht y lo que queda de sensato en aquella patética administración, han de preservarse fábricas, bienes, infraestructuras y todo cuanto pueda ser útil a la Alemania del deve­nir.

Es la pugna entre los que identifican el país con el régimen y no están dispuestos a que sobreviva uno sin el otro, y quienes, por encima de situaciones coyunturales, apuestan por la supervivencia de la nación más allá del nazismo y, sobre todo, por el futuro de un pueblo a quien castiga con más saña su propio líder que los enemigos que lo cercan.

El Fin

Niños de la Hitlerjugend, ancianos de la Volkssturm y voluntarios extranjeros de la división Nörland, del batallón de asalto Charlemagne y algunos ex-miem­bros de la División Azul formarán ante el búnker de la Cancillería la última guardia de corps, dispuesta a inmolarse para que el Führer pu­diera tener la muerte heroica a la que aspiraba.

Éste, encerrado a va­rios metros bajo tierra, en una at­mósfera densa y maloliente, cada día más irrespirable, mantenido por las drogas de su médico per­sonal, entre irascible y deprimido, moviendo sobre el mapa ejércitos imaginarios, recordando la suerte de Federico el Grande, persuadido a veces de que aún era posible un milagro…, libraba su última bata­lla.

Más que la batalla por Berlín, que la batalla definitiva para Ale­mania, una batalla consigo mis­mo: si quiso interpretar que con la muerte de Roosevelt el destino le avisaba de que aún no todo estaba perdido, la noticia del indigno fin de Mussolini, le convenció de que ya no quedaba más salida que el suicidio.

Vegetariano y asceta, carente de vicios mundanos, inhumano en muchos sentidos, el Führer se emocionaba, sin embargo, con la música de Wagner. En plena gue­rra exigió que se mantuviera el festival de Bayreuth, en homena­je anual al compositor que había puesto música a todos los mitos germánicos. El propio Hitler se­leccionaba a veces las óperas a representar y, como había mani­festado a la familia Wagner en más de una ocasión, esperaba celebrar con una de ellas su triunfo defi­nitivo en la contienda.

Vencido y derrotado, eligió entonces para sí y para Alemania un final wagne­riano… Pero no hubo «ocaso de los dioses», porque en el panteón neopagano del nazismo nunca llegó a haber deidades. Ni buenas, ni malas: tras la cruz ga­mada no se escondían ni siquiera los cuatro jinetes del Apocalipsis, sino sus monturas: nacionalismo, militarismo, expansionismo y racismo. Sobre ellas cabalgaron tanta destrucción, tanta crueldad, tanto odio y tanta muerte como nunca antes el mundo había conocido.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación