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MONTECASSINO

SCHILLER EN CRIMEA

HERMANN TERTSCH

El alma rusa ha generado tanto sentimiento alemán como el propio Schiller ha conmovido al ruso

LA invasión rusa de su vecino occidental ha causado espanto en las capitales europeas. Pánico disimulado en las más cercanas al reino de Vladímir Putin. Pero también profunda alarma en las más alejadas. Gobiernos, economistas, grandes empresarios y analistas saben que lo ahora sucedido, a poco que se tuerza, puede dar al traste con la recuperación económica europea. Pero además ha producido vértigo comprobar la fragilidad de nuestra seguridad, nuestras economías, nuestra paz y nuestra libertad. El capricho de un autócrata ha cambiado violentamente las fronteras. La invasión puede repetirse en otra región. Y pocos dudan de que obtendría igual de magra respuesta que la anterior. Pero más allá de la desnudez defensiva europea y de la falta de credibilidad de la disuasión de la Alianza Atlántica, se perciben fenómenos alarmantes que han sorprendido. Uno es la falta de solidaridad y empatía de los europeos hacia la negativa de los ucranianos a dejarse someter una vez más por Moscú. Porque eso estaba y está en juego. Muchos han asumido la propaganda de Moscú de que aquello fue un golpe de Estado. Tesis que se alimenta de la decisión unilateral de Yanukóvich de huir cuando había firmado un acuerdo en presencia de los negociadores europeos y del ruso. Pero la falta de empatía ha sido sangrante también hacia los aliados de UE y OTAN en Centroeuropa, que vuelven a verse en una terrible precariedad que despierta fantasmas de divisiones, amenazas, ocupaciones. Los países europeos occidentales, los «países de fronteras» antiguas y naturales, no captan los miedos de los «países de horizontes», en los que las fronteras han sido más que móviles, volátiles y líquidas a lo largo de los siglos. Retornan los miedos que tras la caída del Telón de Acero y la URSS parecían enterrados. Una de las reacciones más espectaculares ha sido la toma de partido por Putin de la opinión pública alemana. Aun reconociendo la violación del derecho internacional por Moscú. Y en abierta oposición a la opinión de su Gobierno, su Parlamento y su opinión publicada. Vuelve a estar ahí el alemán capaz de amar al ruso con la misma fuerza con que lo sabe odiar y temer. Debe de ser «Los Ladrones» –quizá «Don Carlos»– la obra en la que Friedrich Schiller hace decir a un protagonista que «los rusos comparten nuestra profundidad, los franceses tiene formato, pero no profundidad». El alma rusa ha generado tanto sentimiento alemán como el propio Schiller ha conmovido al ruso. Al ruso lo quería destruir Hitler como eslavo infrahumano, pero en el imaginario alemán siempre estuvo el ruso sentimental y noble. Y profundo, como decía Schiller.

Frente a la superficialidad y el espíritu práctico de la Europa occidental de los países de fronteras. Y es que Alemania está en medio y siempre tuvo el alma dividida. Hasta en su territorialidad es parte de ambos mundos, en el oeste tiene una fronteras definida con Francia, que apenas diverge del antiguo limes romano. En el este su frontera siempre fue el horizonte por el que sus colonos se extendieron durante mil años hasta volver trágica y definitivamente en 1945. El esfuerzo por dotar a la nación alemana de una identidad inequívocamente occidental parte de aquella fecha, año cero en la historia contemporánea alemana, con Konrad Adenauer y los aliados occidentales. La reunificación reafirmó aquel anclaje. O pareció hacerlo. Pero se han movido cosas en estas dos décadas. ¿La atracción por el orden y la autoridad de Putin? ¿El desprestigio de EE.UU. y de la Unión Europea? ¿La recuperación del espíritu de la potencia de en medio? Si la Sehnsucht (añoranza) alemana tira al este, el oeste debe preocuparse.

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