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EL ÁNGULO OSCURO

INFANCIA MISIONERA

JUAN MANUEL DE PRADA

La colaboración con la Obra Pontificia de la Infancia Misionera constituye, en estos años sombríos, un signo gozoso de esperanza

SE mueven muchos sobres en España. Algunos trepan a los titulares de prensa, convertidos en motivo de escándalo: son los sobres de la corrupción y la mamandurria, el estipendio de la prevaricación y del crimen, que los chupópteros del régimen se reparten para tapar bocas y comprar complicidades. De otros apenas se habla: son los sobres de la caridad fraterna, el óbolo silencioso de la generosidad que no espera nada a cambio, o que espera cosas que el mundo no entiende, cosas demasiado importantes que no caben en los titulares de prensa.

En estos días muchos miles de niños están moviendo sobres. En ellos guardan los ahorrillos que han podido juntar durante todo el año, reservando una parte de las propinas que reciben de padres, abuelos y demás parentela; y, como todavía les parece poco, cuando se acerca la Jornada de la Infancia Misionera, nos aprietan para que apoquinemos un donativo. Nosotros nos resistimos, o nos hacemos los remolones; pero los niños son tozudos y no flaquean en su determinación. Tendemos a pensar que los niños son inconscientes de las apreturas económicas en que nos desenvolvemos, pero nos equivocamos de medio a medio: a ellos no les ha pasado inadvertido que los Reyes han venido más pobres este año, que han empezado a heredar la ropa de sus hermanos mayores, que la propina de los domingos lleva varios años congelada… Y, sin embargo, saben también que hay otros niños más necesitados que ellos, niños sin Reyes, sin ropa y sin propina con los que se sienten amorosamente obligados; y saben también que el dinero que se da por amor es el único que da vida: a quienes lo reciben y a quienes lo dan, sobre todo cuando lo dan quitándoselo de lo que necesitan, como la viuda de la parábola evangélica.

La colaboración con la Obra Pontificia de la Infancia Misionera constituye, en estos años sombríos en los que empieza a faltarnos el dinero, un signo gozoso de esperanza. En esos niños que nos acercan el sobre para que completemos su donativo se cifra, en realidad, nuestra propia supervivencia moral: nos devuelven la noción de pertenencia a una gran familia humana; y nos infunden la certeza de que otro mundo es posible, ahora que el mundo que levantamos sobre cimientos de humo se derrumba estrepitosamente. Son esos niños, a fin de cuentas, quienes tendrán que volver a edificar sobre los escombros que les dejamos en heredad: escombros de una Europa que renegó de la fe de sus mayores, escombros de una Europa que se olvidó de levantar los ojos al cielo y volvió la espalda a quienes padecían aflicción, ensimismada en su quimera de prosperidad. Y así, con la mirada absorta en su ombligo, extravió el rostro de Dios, que se copia en el rostro de quienes sufren.

Los niños que nos acercan el sobre de la Infancia Misionera todavía no han extraviado ese rostro de Dios, que nos interpela y nos exige una respuesta. Esos niños, nuestros hijos y nietos, están en el misterio profundo de las cosas; y, como buenos administradores de las cosas del cielo, saben que cada moneda que depositemos en ese sobre nos será devuelta con creces. Cuando les ayudemos a completar su donativo, no lo hagamos por condescendencia, ni por acallar nuestra mala conciencia, ni por temor a enfurruñarlos, sino en la certeza de que son portadores de vida, de la única vida que merece la pena, que es la vida que se regala y entrega: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de ver; forastero fui y me acogisteis», etcétera. Feliz y vivificante Jornada de la Infancia Misionera para todos.

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