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Segunda Guerra Mundial

El absurdo cuestionario aliado para «cazar» a los nazis ocultos entre los ciudadanos alemanes

Tras la contienda, los aliados cargaron contra los germanos obligándoles a pasar absurdos cuestionarios, matándoles de hambre, robando su arte y violando a la población femenina

El absurdo cuestionario aliado para «cazar» a los nazis ocultos entre los ciudadanos alemanes WIKIMEDIA

MANUEL P. VILLATORO

Mayo de 1945. Esa fue la época en la que -tras combatir en África, Europa y parte de Asia- los aliados consiguieron tomar Berlín y hacer que Alemania se rindiera sin condiciones. Días antes, los mandos de la coalición también habían recibido una gran noticia: el Führer había preferido meterse una bala de Luger en la mollera que enfrentarse a los soldados soviéticos (ansiosos, por cierto, de venganza por todas las vejaciones sufridas por parte de los nazis). Eran, por tanto, momentos de júbilo para británicos, estadounidenses, rusos y, sobre todo, para una gran parte de los germanos que, tras vivir bajo el yugo y las mentiras de Adolf Hitler, eran por fin «liberados».

Al menos, eso era lo que pensaba la población alemana. Pero la realidad fue bien distinta. Y es que, tras el punto y final de la Segunda Guerra Mundial, los aliados comenzaron en el país un proceso de «desnazificación» de la población civil mediante el que se pretendía procesar a todos aquellos que tuvieran relación con el Führer. Esta caza de brujas estuvo protagonizada por el llamado «fragebogen» -un absurdo test con decenas de preguntas mediante cuyas respuestas, presuntamente, se lograba adivinar si una persona había sido o no seguidora de Hitler-.

La venganza tras la guerra

Además de este esperpéntico cuestionario, los ciudadanos germanos sufrieron multitud de represalias por parte de americanos y rusos tras la contienda. Éstos, concretamente, se vanagloriaron durante años de haber dejado de aprovisionar en lo que a alimentos se refiere a una población sin capacidad económica. El resultado fue la sucesión de una serie de severas hambrunas que diezmaron a los ciudadanos germanos.

El patrimonio cultural tampoco evitó las represalias, pues cientos de obras de arte alemanas fueron transportadas a Estados Unidos y la Unión Soviética para ser exhibidas como un trofeo ante sus conciudadanos (siendo muchas, en el caso de los americanos, devueltas finalmente a sus legítimos dueños).

Adolf Hitler saluda a las tropas alemanas

Pero… ¿Por qué se permitieron todas estas vejaciones? Frutos lo tiene claro: «La situación se explica por el complejo de culpa colectiva de la sociedad alemana debido a que Hitler no llegó al poder por la violencia, sino a través de las urnas. Ese sentimiento de haber creado al monstruo es lo que provocó que los bombardeos de ciudades alemanas como Dresde (que fue destruida por los aliados casi en su totalidad) quedaran absolutamente silenciados. Es cierto que la historia la escriben los vencedores, pero en este caso se entiende aún más este silencio debido a la culpa». Todo ello llevó a la temida «desnazificación».

La crueldad de los libertadores americanos

¿En qué consistía el proceso de «desnazificación»? Para responder a esta pregunta es necesario viajar hasta el momento en que las SS de Hitler recorrían una buena parte de Europa haciendo la vida imposible a los aliados. Fue en ese momento cuando la Junta de Jefes de Estado Mayor estadounidense elaboró, con el beneplácito de Roosevelt (uno de los adalides de la democracia), un plan para acabar con la ideología nacionalsocialista. Este se basaba, principalmente, en directiva JCS 1067, en cuyo clausula nº 6 se especificaba que había que extirpar –una vez acabada la contienda- costara lo que costase estas ideas del pueblo alemán.

«Concebida con el deseo de imponer una paz punitiva, la JCS 1607 […] consistía en derribar más que en reconstruir, y en ayudar a los alemanes sólo cuando fuera necesario para evitar enfermedades o desórdenes. La directiva JCS 1607 fue responsable del inhumano planteamiento de los estadounidenses. […] No obstante, hubo modificaciones, pues permitió cierta actividad industrial dentro en la nación conquistada», señala el historiador Giles Macdonogh en su obra «Después del Reich». Así pues, los estadounidenses establecieron que desmilitarizarían, «desnazificarían» y eliminarían los recursos económicos de Alemania para evitar que un suceso como la Segunda Guerra Mundial volviera a acontecer.

Toma del Reichstag por los soviéticos

«Fragebogen», el primer paso

Así pues, con la idea más de buscar revancha que de regenerar y ayudar a Alemania a olvidar a Hitler, Estados Unidos comenzó su «desnazificación». Como se estableció, el primer paso era encontrar y procesar a todo aquel que hubiese tenido algo que ver con el régimen nazi, algo extremadamente arduo. Sin embargo, varios expertos del país ofrecieron a los mandos militares una fórmula mágica para realizar esta tarea: podrían distinguir el grano alemán de la paja nazi haciendo pasar a todo aquel sospechoso un test o «fragebogen». Este documento era un cuestionario con decenas y decenas de extrañas preguntas (algunas muy sutiles y otras no tanto) que, según creían los expertos norteamericanos, desvelarían quiénes habían sido seguidores del Führer.

«Se imprimieron nada menos que trece millones de formularios, que fueron entregados a quienes tenían un pasado turbio o a alemanes que buscaban empleo. La cifra correspondía aproximadamente a la del número de Pg, los “miembros del Partido”. […]. Un alemán no podía entregarse a la vida normal mientras su cuestionario, debidamente cumplimentado, no hubiese sido entregado y comprobado. Hasta entonces se hallaba en una especie de purgatorio que lo dejaba fuera de la ley. Si uno quería seguir adelante, tenía que afrontar la inquisición y rellenar el formulario con sus preguntas “a veces estúpidas”», destaca Macdonogh.

De esta forma, no rellenarlo podía significar quedarse sin trabajo y sin los deseados cupones de racionamiento de comida entregados por los americanos (absolutamente necesarios en aquellos tiempos, pues la economía de Alemania había quedado tan mermada que era extremadamente difícil encontrar algo que llevarse al estómago). Por el contrario, si el afectado respondía de forma que los mandos aliados consideraran sospechosa, podía ser declarado prisionero de guerra o, incluso, enviado a uno de los nuevos campos de prisioneros establecidos por los libertadores.

Las preguntas

Como señala Macdonogh en su texto, el «fragebogen» constaba de 12 páginas y entre 133 y 150 preguntas (dependiendo de la fuente histórica a la que se acuda). Usualmente, era entregado a los sospechosos de haberse relacionado con el nazismo junto al siguiente mensaje: «La información falsa tendrá como consecuencia una acción procesal por parte de los tribunales del gobierno militar». De esta forma, y aunque los americanos no tenían ni pajolera idea de si lo que estaban respondiendo los alemanes era verdad o mentira, al menos creían infundir algo der miedo en los examinados para evitar que falsearan lo que escribían.

El cuestionario contaba con más de un centenar de preguntas

Entre sus primeras líneas, el «fragebogen» incluía cuestiones tan absurdas como cuál era el número de cuenta bancaria y postal del entrevistado, cuál era el color de sus ojos, cuánto pesaba o cuál era su religión. Aunque no eran las más extrañas que podían hallarse en sus páginas. «Los aliados deseaban saber también, por ejemplo, si los bombardeos habían afectado a la salud, el trabajo o el sueño del entrevistado. Se pedía información sobre reclamaciones a compañías de seguros y demandas de indemnización, junto con otras preguntas sobre alcantarillado, electricidad y desagües», determina el historiador en su obra.

Estas eran –entre otras- las más sutiles. Posteriormente, y cuando el examinado se había relajado, llegaban las cuestiones de importancia. Entre ellas, destacaban algunas como la que solicitaba información sobre el número de cicatrices que la persona tenía en el cuerpo. Con dicha cuestión, los estadounidenses pretendían hacerse una ligera idea de si el interfecto había combatido en el frente y tenía restos de alguna herida, contaba con un tatuaje de alguno de los cuerpos militares alemanes (los miembros de las SS, por ejemplo, llevaban grabado su grupo sanguíneo en el brazo) o si, finalmente, disponía de marcas o distintivos de los grupos de duelistas estudiantiles. En el último caso, los aliados no sabían que estas asociaciones habían sido prohibidos por Hitler, lo que hacía que no fuesen partidarias del régimen.

En este sentido, la cuestión número 25 también preguntaba sobre la afiliación a alguna fraternidad estudiantil cuando, realmente, Hitler había sentido gran odio hacia ellas y las había prohibido en 1935 después de un curioso suceso. «El primer clavo de su ataúd lo puso un estudiante borracho de Heidelberg que había llamado a casa del ayudante de Hitler para pedirle que preguntara al Führer cuál era la mejor manera de comer espárragos. Hitler no lo consideró divertido», destaca el autor en su obra.

Entre las más curiosas, finalmente, también se encontraba la siguiente: «¿En algún momento ha esperado la victoria alemana?». Algo totalmente absurdo pues, como bien señala el historiador en su obra, aquel alemán que afirmara que el ejército nazi podía ser derrotado solía ser encarcelado (una medida, que, de hecho, también estuvo en vigor en algunos países aliados durante la guerra).

El búnker de Hitler (Berlín) antes del fin de la guerra

En los primeros años después de la guerra fueron muchos los que pasaron el test. En principio, se pretendía que una gran parte de la población alemana se viera sometida a él, por lo que se hizo una selección mediante el sistema aleatorio Gallup. Esto provocaba, sin embargo, que se personaran en las oficinas aliadas todo tipo de sujetos. «En una casa […] se entrevistó a un adolescente de 13 años y a un anciano de 88 que estaba “bastante gagá”. Un hombre ciego llegó a la entrevista acompañado de su esposa casi completamente sorda, afección que compartía con su marido», destaca el experto. Tampoco evitaban el cuestionario las mujeres de altos oficiales del ejército nazi. Uno de los caos más destacados fue el de Emmy Goering (la esposa del jefe supremo de la fuerza aérea), quien tuvo que responder a pesar de de su cargo.

El hambre, la nueva venganza contra Alemania

Tras determinar que los alemanes eran culpables por haber aupado a Hitler hasta el gobierno y haberle seguido en tiempos de guerra, los estadounidenses establecieron que era necesario castigarles. Así pues, iniciaron una campaña para atacar donde, por entonces, más dolía a un país cuya economía había sido destrozada por la guerra: en el hambre. De esta forma, rechazaron las peticiones de la Cruz Roja para llevar provisiones hasta la región y devolvieron todas las donaciones que, desde el resto del mundo, se habían recogido para evitar que el pueblo germano muriera de inanición.

«Políticos y militares –como sir Bernard Montgomery- insistían en que no se enviara comida desde Gran Bretaña. La hambruna era un castigo. Montgomery llegó a decir que tres cuartas partes de los alemanes seguían siendo nazis, aunque no reveló la fuente de su información. Los alemanes sólo podían culparse a sí mismos, y debían continuar ocupando el último lugar de la cola», señala Macdonogh.

Para los americanos, el hambre de Alemnia era un justo castigo

Sólo gracias a la intervención de algunos intelectuales como el judío Víctor Gollancz se consiguió que algunos alimentos llegaran hasta Alemania. En su caso, consiguió movilizar a la sociedad tras hacer un estudio que determinó que, mientras que eran necesarias 2.650 calorías para sobrevivir haciendo esfuerzo físico (trabajando), los germanos ingerían en marzo de 1946 entre 1.200 y 1.500 en la zona del país controlada por los británicos; 950 en la francesa y 1.270 en la Estadounidense. Destaca que, en palabras de este investigador, unas 1.500 calorías bastaban para sobrevivir acostado, pero no para realizar una vida diaría usual.

En ese tiempo comenzó a correr el rumor en Alemania de que las calles no eran zonas seguras para perros y gatos. No era para menos, pues los germanos tuvieron que recurrir a todo tipo de originales «recetas» para poder subsistir. «Las ratas y ranas, junto con los caracoles, permitían hacer una sopa que llenaba la barriga. El caballo era un plato relativamente común […] Se hacía harina de brotes, escaramujos, y enea. Las bellotas, los dientes de león y las raíces de altramuz se molían para hacer café. […] Las setas silvestres eran una bendición en la temporada: evitaban los gruñidos del estómago, pero más tarde torturaban a quien las consumía por su carácter indigesto», destaca el autor en su obra.

A la caza del arte

Pero el «fragebogen» y las hambrunas no fueron las únicas represalias de los ejércitos aliados sobre Alemania. De hecho, estos aprovecharon cada minuto de su estancia para–en muchos casos- saquear y robar todo aquello que podían. El mayor expolio se produjo en el mundo del arte donde, amparándose en la sustracción sistemática que los nazis habían realizado de pinturas y esculturas para Hitler, estadounidenses y soviéticos se llevaron a sus respectivos países todo aquello que consideraron digno de ser disfrutado por sus ciudadanos.

Concretamente, este saqueo comenzó cuando los soviéticos se encontraron casi por casualidad con varias obras de arte en una vivienda. Al discernir la ingente cantidad de cultura que albergaba Alemania, Stalin envió entonces a un grupo específico de expertos para que las recuperara. No obstante, este equipo llegaba en multitud de casos tarde y tenía que observar con sufrimiento como los soldados del Ejército Rojo eliminaban centenares de cuadros y esculturas por considerarlas contrarias al régimen comunista. A pesar de ello, lo cierto es que consiguieron llevarse un buen pellizco de ellas hacia las heladas tierras del este para que hicieran las veces de trofeos de guerra.

«La némesis de esta campaña rusa de obtención de trofeos era el departamento MFAA (Monuments, Fine Arts and Archives; Monumentos, Bellas Artes y Archivos) del ejército de los Estados Unidos, que también se llevó obras de arte, incluidos doscientos lienzos encontrados en Berlín, y las puso bajo “custodia”. Los americanos planearon en principio embarcar con destino a su país un gran porcentaje de los tesoros artísticos de Alemania», añade Macdonogh. La teoría era impecable, pero lo cierto es que hubo que esperar hasta la llegada del presidente Truman para que una buena parte de ellas fueran devueltas a Alemania.

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