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EL ÁNGULO OSCURO

HACIA LA NADA

JUAN MANUEL DE PRADA

Todas las instituciones humanas son meramente nominales, faltándoles el espíritu común que les da la religión

LE pregunto a un amigo catalán por las vicisitudes de su tierra, que contempla con tristeza, pero también con la certeza de que son consecuencia de un mal originario mucho más profundo al que nadie se refiere, un mal originario que ya nadie vislumbra siquiera, porque se han cegado por completo las vías que permitían identificar su fuente. Y de ese mal originario se desprenden calamidades diversas y variopintas, que en apariencia demandan tratamientos diversos. Mi amigo lo expresa así: «España tuvo una razón de ser; y reconociéndose en esa razón de ser pudo hacerse; desaparecida esa razón de ser, sólo le queda deshacerse en todos los órdenes, en un lento proceso de descomposición». Pero justamente esa razón de ser es la que no quieren reconocer quienes se erigen en defensores de la unidad española y en heraldos de los presuntos males que caerán sobre Cataluña, si se separa del resto de España.

De vuelta a casa, tras la conversación con mi amigo, leo una anotación en el Diario de Unamuno: «¿Qué hace la comunidad del pueblo, sino la religión? ¿Qué les une [a los pueblos] por debajo de la historia, en el curso oscuro de las humildes labores cotidianas? Los intereses no son más que la liga aparente de la aglomeración; el espíritu común lo da la religión. La religión hace patria y es la patria del espíritu». Es lo mismo que afirmaba Menéndez Pelayo, en frase célebre y execrada, al final de sus Heterodoxos: la comunidad de los pueblos la hace la religión; es la religión la que da una razón de ser a las naciones; y, sofocada o reprimida o expulsada esa razón de ser, sólo subsisten los intereses, que son la «liga aparente de la aglomeración». Y como los intereses son cambiantes y tornadizos, esa liga aparente se puede romper en cualquier momento; si no es hoy será mañana, y si no pasado mañana: es una ley biológica impepinable, y la historia nos ofrece ejemplos innumerables que la confirman. Contra la evidencia de los hechos, no valen los argumentos.

La religión da a los pueblos unos ideales compartidos, una conciencia histórica de pertenencia. De esta conciencia nacen los vínculos fuertes; y todas las idolatrías o sucedáneos que han venido a sustituir a la religión no son sino argamasa de intereses egoístas disfrazados de fraternidad (pero no hay fraternidad sin paternidad común), vínculos tan débiles como los cimientos de una casa construida sobre la arena. Hoy vivimos, sin el fundente de la religión, en la «liga aparente de la aglomeración» que denunciaba Unamuno: liga aparente que afecta a nuestro régimen político (veremos si la democracia sobrevive a la crisis económica sistémica que se prolongará durante décadas) y a nuestra organización administrativa; pero también al propio tejido celular de la sociedad. ¿Qué es hoy el matrimonio, por ejemplo, sino «liga aparente de la aglomeración», fundado sobre intereses egoístas y, como tal, tan fácilmente desligable como propicio a las ligas más adventicias? Todas las instituciones humanas son meramente nominales, faltándoles el espíritu común que les da la religión. Podemos poner todos los nombres rimbombantes que queramos a las instituciones; pero tales instituciones acaban siendo parodias grotescas cuando no son patria del espíritu.

Veremos descomponerse mañana la nación, como vemos descomponerse hoy el matrimonio. Y, en medio de la descomposición provocada por la liga aparente de la aglomeración, llegaremos a comer las algarrobas de los puercos, como el hijo pródigo de la parábola. Sólo entonces volveremos a la casa del padre, donde está la razón del ser; todo lo demás son cloroformos que esconden la nada devoradora que nos corrompe.

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