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«Aquí Base Tranquilidad. El Eagle ha alunizado»

Pocas veces la emoción y la normalidad habrán ido tan de la mano. La primera vez que un ser humano ponía el pie en otro cuerpo celeste era un acontecimiento histórico de primera magnitud, multiplicado

josé maría carrascal

Pocas veces la emoción y la normalidad habrán ido tan de la mano. La primera vez que un ser humano ponía el pie en otro cuerpo celeste era un acontecimiento histórico de primera magnitud, multiplicado por el hecho de ser visto en directo por televisión. ¿Se imaginan poder ver la llegada de Colón a Guaraní? Sin embargo, todo ocurrió tan regular, tan puntual, tan, diría, rutinariamente que creí detectar entre los corresponsales que, en Nueva York, seguíamos el alunizaje cierto desencanto. Todos teníamos preparados adjetivos grandilocuentes, y todo había marchado como previsto. Pero esa era precisamente la mayor grandeza del Apolo XI: que la ida a la Luna había transcurrido con menos incidentes que una excursión de fin se semana a la sierra . Los astronautas no habían encontrado monstruos ni sorpresas, como en las novelas de ciencia ficción. Ni siquiera los accidentes geográficos de la Luna parecían amenazadores. Una capa de polvillo blancuzco recubría su superficie, dándole el aspecto de las dunas de un desierto frígido. Todo inocuo y, eso sí, desangelado. Pero el peligro estaba allí, al acecho, como lo había estado a lo largo de todo el viaje. Conjurado por el virtuosismo de la técnica, la pericia de los hombres y el haber previsto hasta el último detalle. Ese era el milagro.

En respuesta a los soviéticos

El viaje había empezado 4 días antes, aunque los preparativos se remontaban a comienzos de los años 60 del pasado siglo, cuando Kennedy contestó al desafío soviético que representaba poner el primer hombre en el espacio, anunciando que los norteamericanos llegarían a la Luna en la misma década. Se trataba del proyecto Apolo, que tras unos inicios vacilantes había ido cumpliendo sus etapas, y al llegar a su undécima edición intentaba la prueba definitiva. Eran las 10.32 de la mañana del 16 de julio de 1969 en Cabo Kennedy, cuando el Apolo XI, tripulado por el comandante Neil Armstrong , de 36 años, el piloto Edwin E. Aldrin , de 39, y el también piloto Michael Collins, de 38, iniciaba el recorrido que Julio Verne había descrito en una de sus más famosas novelas. Curiosamente, los cálculos del escritor francés de potencia necesaria para hacerlo eran correctos, no así el resto de las condiciones del viaje. Se había bautizado la astronave con el evocativo nombre de Columbia , aunque la navecilla que se posaría en la Luna llevaba el nombre de Eagle , águila en inglés. Acopladas la una a la otra, iban en el extremo de una serie de cohetes de formidable potencia, el primero de ellos un Saturno V, encargado de dar el primer empujón, consumiendo 15 toneladas de combustible por segundo. Nada de extraño que 160 segundos después hubiera agotado sus depósitos, ya en las capas altas de la atmósfera, por lo que se desprende para caer al mar. Entran entonces en acción cinco motores J-2, que han de elevarle aún más y aumentar su velocidad. Esta segunda etapa va a durar 9 minutos, el tiempo que dura el combustible de los J-2, que también se desprenden, para quedar ya un único motor de aceleración, que va a apagarse cuando el Columbia queda en órbita a 215 kilómetros de la superficie terrestre. Va a girar en ella durante tres horas, tiempo que emplearán los astronautas para chequear todos los instrumentos, y comprobar que ninguno de ellos ha sufrido desperfecto durante el lanzamiento. Por fortuna, todo está en orden, lo comunican a la central de Houston y reciben el OK de poner rumbo a la Luna.

No es ninguna broma. Piensen que disponen de un solo motor, con 70 miserables toneladas de combustible, para ir y volver. Pero cuentan con una fuerza infinitamente más potente: la de la gravedad, que sostiene en sus órbitas a planetas y satélites, y va a empujarles o frenarles como un formidable viento de frente o de cola. Les ayuda también el vacío sideral, que permite al pequeño motor acelerar hasta 45.000 kilómetros por hora, al no haber rozamiento. Cuando se acaba el combustible, moviéndose ambas astronaves sólo por la fuerza de la inercia, hay que hacer una de las maniobras más complicadas y delicadas: «desempaquetar» al Eagle y engancharlo delante del Columbia. Lo han ensayado multitud de veces en la Tierra, pero otra muy distinta es hacerlo en la inmensidad de los espacios a aquella velocidad. Al Eagle se le «desempaqueta» accionando las pequeñas cargas que desprenden los paneles que le rodean. Sigue una compleja maniobra para llevarlo justo ante el Columbia, y alargar los ganchos que van a acoplarlos. Logra realizarse sin incidentes, y ahora sí que puede decirse que empieza el verdadero viaje a La Luna.

Momento crítico

Va a durar tres días. Durante los dos primeros, la velocidad de los dos vehículos acoplados va disminuyendo, debido a la atracción que todavía ejerce sobre ellos la Tierra. Cuando es sólo de 3.700 kilómetros por hora, empieza a notarse la gravedad lunar, que, aunque bastante menor que la terrestre, les hace acelerar hasta alcanzar los 9.000 kilómetros. Están ya en el tercer día de viaje, y llega el momento de ponerse en órbita lunar. Una vez en ella, Armstrong y Aldrin pasan al Eagle por el estrecho pasadizo entre ambas astronaves y se acomodan en el que va a ser su vehículo lunar, comprobando todos sus sistemas. Que no crean eran tantos. Cuando compré mi último ordenador portátil, me dijeron en la tienda: «Tiene mucha más informática que la del Apolo XI».

Terminados los chequeos y tras haber recorrido 13 órbitas lunares, Collins acciona desde el Columbia los mecanismos de desconexión de ambas astronaves y el Eagle empieza a separarse, encendiendo sus motores durante 15 segundos. No necesita más para abandonar la órbita lunar e iniciar el lento descenso hacia la superficie, por la simple fuerza de la gravedad del satélite.

Es uno de los momentos más críticos de la misión, ya que por más que se haya elegido el lugar de alunizaje, los imprevistos pueden surgir en cualquier momento. Cuando llegan a 15 kilómetros de altura sobre el lugar previsto, en el Mar de la Tranquilidad, Armstrong comprueba que está sobre un cráter rocoso que puede dañar el Eagle. Así que buscan otro. Según van descendiendo, Aldrin le lee los datos que le proporcionan el radar y los ordenadores. El nuevo emplazamiento parece mucho más apropiado, el alunizaje es suave y el Eagle queda posado sobre aquel paraje como una gigantesca araña.

El pequeño paso

«Houston...Aquí Base Tranquilidad. El Eagle ha alunizado», informa el comandante a su base terrestre. Son las 15,15 del 20 de julio de 1969. Armstrong pide permiso para salir. Se lo conceden, pero los preparativos duran más de 5 horas. Ya con la escafandra, activa la cámara de televisión para que todo el mundo pueda ver el acontecimiento.

«Un pequeño paso para un hombre. Un gran paso para la humanidad,» fue la frase que tenía preparada. Iba unido por una especie de cordón umbilical al Eagle, pero al ver que podía mantener sus funciones vitales, se le permite desengancharlo. Tras él sale Aldrin, poniendo un poco de humor a la cosa: «Tal vez para Neil fuera un pequeño paso, pero para mí fue un bonito salto.., bonito, bonito, una magnífica desolación.»

Pero aquel no era un viaje turístico, sino de trabajo, y había mil encargos que hacer: instalar una cámara de TV frente al Eagle, desplegar un detector de partículas solares, recoger 22 kilos de rocas, instalar un sismógrafo que registrase la posible actividad interna del satélite, disponer un retrorreflector de rayos láser para medir las distancias exactas a la Tierra, dejar un disco con mensajes de todas las naciones del mundo, junto a las medallas recibidas de la familia del primer astronauta, Gagarin, sellar la primera estampilla espacial de 10 centavos y, naturalmente, plantar una bandera norteamericana, así como hablar con el presidente Nixon, que les felicita y no puede evitar largar su discursito político: «Espero que del Mar de la Tranquilidad venga la paz y la tranquilidad al mundo».

Duermen 4 horas y 20 minutos, lo que significa que han estado en la Luna algo más de 14 antes de encender los motores de despegue del Eagle, que deja detrás sus patas, para dirigirse el encuentro del Columbia, que les espera en órbita lunar. Se acercan muy lentamente hasta marchar en formación, momento en el que el Eagle gira sobre sí y queda atrapado por los garfios de atraque de la nave nodriza.

Se abren las compuertas entre ambas naves y comienza el trasvase del material recogido. Dura más de dos horas, y los dos astronautas pasan al Columbia, cierran la compuerta y se procede al desenganche del Eagle, que se deja caer sobre la superficie lunar.

Misión cumplida

Misión cumplida, y pueden emprender el regreso. Son las 6,35 de la mañana del 22 de julio cuando encienden el motor que debe devolverles a la Tierra. No necesitan tenerlo encendido más que dos minutos y medio para escapar de la gravedad lunar y entrar en la terrestre. En adelante, se dejarán llevar por ésta, cada vez más fuerte, en un viaje de 60 horas que no ofrece ninguna novedad.

La zona prevista para el amerizaje está azotada por el temporal, y hay que elegir otra, al SE de Hawai. El portaaviones Hornet será el encargado de recogerlos. Llegan a 40.000 kilómetros por hora y no necesitan frenos: el rozamiento con la atmósfera terrestre reduce su velocidad, aunque deja la cápsula al rojo. Las tres series de paracaídas van abriéndose sucesivamente y a las 18,50 del 24 de julio de 1969, 8 días, 3 horas, 18 minutos y 35 segundos después de haber salido de Cabo Kennedy, el Apolo XI da por terminada satisfactoriamente su misión. No traen oro, ni diamantes, ni aventuras exóticas que contar. Pero han cumplido un viejo sueño de la humanidad.

Por cierto, todavía hay gentes que sostienen que no hubo tal ida a la Luna, que todo fue un montaje televisivo y dan como prueba la bandera plantada allí, «que se agita por el viento, cuando en la Luna, al no haber atmósfera, no hay viento.» Esa gente no se ha enterado de que las trece bandas rojas y blancas de la bandera norteamericana no van simplemente cosidas, sino fruncidas, precisamente para dar la impresión de viento aunque no lo haya.

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