por carreteras secunarias
La novia del minero no tiene miedo
Noelia Rizo protagoniza una de esas historias de amor y trabajo que no puedes dejar de leer. Las vías secundarias llevan por zona minera, de Peñalba de Santiago a Villablino
“Mucha gente me ha preguntado ‘¿por qué lo has hecho?’, como si todo lo que hacemos en esta vida tuviera que estar justificado bajo la óptica del encargo”. Jorge Martínez se fue desde Murcia a León con la cantaora Rocío Márquez a cantarle una minera que compuso Niño Alfonso a los mineros que llevaban semanas encerrados en su pozo de Santa Cruz del Sil. De ese viaje de una punta a otra de España y al fondo de la tierra salió su vídeo Minera, que te emociona aunque no tengas las ideas tan claras sobre qué hacer con la minería de carbón como el gobierno, la patronal, los sindicatos y los que extraen el mineral. Si gracias a un Jorge descubrimos Peñalba de Santiago, gracias a otro que lo contó en los periódicos nos desviamos hasta esta comarca minera del Bierzo para ver cómo era la vida a las afueras de la mina. Cuando entramos en el Changuita, el único bar de Santa Cruz del Sil, al que se llega luego de reptar por una carreterita llena de curvas de casi 180 grados y rampas de mucha atención, en la tele daban la noticia de que los mineros de todas las cuencas que siguen en el brete habían decidido poner fin a la huelga y retornar al tajo. La pesadumbre corrió como pólvora mojada en el bar, como si se les hubiera hundido el suelo. Parecía una estampa neorrealista. Todos habían tirado la toalla menos los suyos, los 400 de Uminsa, la empresa de Victorino Alonso que explota el carbón en estas latitudes. Hoy tenían previsto votar si ponían fin al encierro y volvían a poner en marcha la maquinaria del complejo de Santa Cruz, a orillas del Sil. La tarde que lo visitamos parecía un museo de la revolución industrial, inerte, con las montañas de escoria convertidas en metáfora de un sueño negro, sin porvenir. “Vamos a tener que levantar el campamento e irnos a Madrid. No sé de qué vamos a vivir”, dice la dueña del bar a quien la quiera oír. “¿Qué va a ser de nosotros?”. No hay nada de comer, ni ganas de improvisar. La dueña saca unos modestos trozos de chorizo que corta metiendo la mano y el cuchillo debajo de un pañito, como si temiera que el embutido echara a andar, y matamos más mal que bien el gusanillo. ¿Por qué hacemos todo lo que hacemos?
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A Peñalba (Peña blanca), que es estación término , hay que querer ir. No se pasa y se descubre al azar. Sin voluntad, no se completa el camino. Después de bien dormir y mejor desayunar en Aromas del Oza, gracias a Desiderio , que hace unas tostadas que son el mejor viático para el camino, emprendemos la marcha hacia una Ponferrada que se hace de rogar. Porque la carreterita (la que no cogimos al venir, que lo hicimos por una ruta mucho más mansa: la pista de tierra entre San Cristóbal y Peñalba de Santiago) se las trae: con tantas curvas y tan estrecha, sin quitamiedos (mejor arañar la chapa que despeñarse) y sin pintar, que encontrarse con un coche de frente supone tener que maniobrar al borde del abismo por el que corre el Oza, alegre y ajeno a nuestras vicisitudes. Es una ruta hermosa, a veces muy umbría, por todos los árboles que crecen a la vera del río. Cuando llegamos a San Clemente de Valdueza , respiramos, aunque la carretera, en obras, está empantanada: un mal estado que parece eternizarse por la falta de recursos en unos cuantos viales leoneses. Al llegar a San Lorenzo distinguimos por fin Ponferrada, con sus chimeneas características. Será un barrendero solícito el que nos vuelva a poner en vereda, hacia Bembibre por la Nacional VI. Hay que tener mucho cuidado para no acabar en brazos de las autovías: son como sirenas que todo te lo ponen fácil, empezando por la señalización, que siempre te quiere llevar a su ancho lecho de asfalto: una tentación constante. Durante un tramo, el futuro es jauja, esto parece Texas: la autovía con su abanico de carriles, la vía férrea en medio y nosotros por nuestra carretera nacional, contentos como unas pascuas como en la canción de la España que empezaba a saborear el desarrollo. Ahora no sabemos si transitamos por un espejismo o un sarcasmo. ¿Por qué hacemos todo lo que hacemos?
Laburar, no labura nadie
En San Román de Bembibre tomamos la LE-436. Un cartel avisa de que está cortada… pero sólo para vehículos pesados. También en obras, también empantanada. Con un intervalo de muchos kilómetros por medio vemos a dos o tres obreros que quitan un burladero de plástico, atirantan un quitamiedos o hacen que hacen. Lo que se dice laburar, aquí no parece laburar nadie. Hasta llegar a la mina no sabremos que de esta carretera también se ocupa el capo Victorino Alonso, a los que algunos mineros llaman don Vito (“porque nada se mueve aquí sin su permiso)” y que mientras no haya acuerdo en el contencioso del carbón no se pondrá de veras manos a la obra. Nos encontramos con el Sil, a quien el año pasado le tomamos la medida en sus saltos y en la Ribeira Sacra, donde dimos las últimas puntadas a la primera ronda de estas carreteras secundarias que cuentan otra España quieta, casi invisible. Se nos quedó el mapa doblado por la mitad, y con el afán de desdoblarlo y ver si todavía se puede dibujar entero de norte a sur y de este a oeste hemos vuelto a plancharlo con las manos y los pies.
El autor nipón Murakami trazaría aquí la linde entre dos mundos
Atravesamos la línea férrea Ponferrada-Villablino y en Toreno empezamos a vislumbrar los primeros síntomas de decadencia. Dejamos la calzada en obras por una carretera en mejor estado, la CL-361, y vemos la primera montaña sajada, a la que han ido cortando láminas como si la geología fuera otro tipo de jamón. Así llegamos, casi sin percatarnos, a Santa Cruz del Sil: la carretera le serviría a alguien como Haruki Murakami para trazar la linde entre dos mundos, una frontera erizada de enigmas, el día y la noche: a la izquierda la mina, a la derecha, luego de una sucesión de rampas vertiginosas, colgada de la ladera, el pueblo, con la paradoja cierta de que cuando cambia la percepción cambia todo. Que se lo pregunten si no a Albert Einstein. Cuando subimos hacia lo desconocido, el cementerio, la peña (leo a vuelapluma un emblema escrito a mano en el dintel: “A Dios muchachos”), un gran castaño seco con un nido vacío, la plaza junto a la calle Infesta (la del bar) donde un animal mitológico o un genio de la tierra arroja un chorrito de agua por la boca parecen formar parte de un entramado urbano concreto. Cuando comprobamos que no hay donde comer ni donde dormir y emprendemos el retorno al mundo de abajo, Santa Cruz del Sil se encoge en una curva y todo lo que parecía formar parte de un plano desaparece sin que nos dé tiempo a reaccionar. Cambia el punto de vista y cambia la realidad. ¿Otro espejismo?
Hablamos con el guardián de las cenizas, un muchacho imberbe. Nos dice que el ingeniero ha ido a comer, que volvamos más tarde. Abandona el complejo minero un coche particular. Cuando intentamos abordarle, acelera. Un acueducto por el que debe pasar el ferrocarril sirve de decorado a la escoria, los camiones, las cintas transportadoras, los castilletes. Todo quieto. En el pueblo de al lado, El Escubio, un hostal-bar-night club ya no promete nada bueno. A la entrada de Hospital del Sil, una pintada grita lo que nadie parece tener el menor empeño en borrar: “Vivan los Grapo”. No será la única. Lo que queda de Las Ondinas son edificios abandonados. Un pueblo deshabitado. A la entrada de Páramo del Sil, el restaurante-hostal Las Vegas ofrece un aspecto desolador. Todas las contraventanas de metal pintadas de gris posguerra están echadas salvo dos hojas: la de una ventana, la de una puerta. Pero nadie sale cuando llamas. Casi mejor. En el bar Mónica, donde jubilados, prejubilados y parados juegan a los naipes y a la máquina tragaperras, por fin nos dan de comer: piden los bocadillos por un antiguo teléfono público y al cabo de un rato llega un propio con la comanda. Frente al local, al otro lado de la carretera, un taller vivió días mejores. La parroquia no se inmuta ni presta atención al Telediario, ni siquiera cuando hablan del conflicto minero. Parece como si la letra de la canción fuera: abandonada toda esperanza.
El dinero corría a espuertas hasta que...
Hasta Villablino, de quienes los más viejos dicen que fue el salvaje oeste cuando corría el dinero a espuertas porque las minas estaban a pleno rendimiento (hasta tuvieron que contratar a muchos caboverdianos porque no había manos suficientes para bajar a las galerías), tenemos que estirarnos para encontrar cobijo. Lo hallamos en un hotel de dos estrellas tan fantasmal como la comarca: La Brañina. Por error, pulso el botón del garaje: se abre la puerta a lo que parece una bocamina, negra boca de lobo (una metáfora gastada): la humedad es como de una tumba que lleva años sin ver la luz, un aroma acre que se pega a la garganta como una sopa vieja, echada a perder.
Desandamos el camino. A Santa Cruz del Sil. Gonzalo, el guardia jurado, lector empedernido (recomienda apasionadamente El señor de Bembibre), enamorado de Galicia, nos lleva a ver al ingeniero jefe. No hace el menor esfuerzo por ocultar de qué lado tiene el corazón político. Las oficinas están tan solitarias como las de las Naciones Unidas en Nueva York un sábado por la tarde. Mesas de formica en las que no se mueve un papel desde hace setenta días. El ingeniero no quiere ver a nadie, pero no ponen la mejor objeción a que nos movamos por la mina como por nuestra casa. Vamos a la bocamina, al pozo Santa Cruz, donde montan guardia familiares, mineros y amigos. Un cartel a la entrada de la mina retrata a los cinco que tomaron el relevo a los ocho que pasaron 52 días en las profundidades: Miguel Ángel González (de 43 años), Luis Ángel Castañeda (42), Eliseo Otero (32), Ivo Mitkov (41) y José Antonio Páez (44). En un banco corrido, junto a la garita de control, con pantallas del circuito cerrado de la mina, en la que solo se ven, en blanco y negro, galerías desiertas, se sientan Noelia Rizo y Lorena González.
Resistencia
Noelia Rizo nació y vive en la localidad alicantina de Torrevieja (“mar y ladrillo”) hace 34 años, dos más que su novio, uno de los cinco de la resistencia minera. Técnico de laboratorio en paro desde octubre del año pasado, se vino hace dos meses a apoyar a Eliseo Otero, natural de Lillo. No tiene vergüenza de reconocerlo: “Me vine por amor”. Se conocieron hace dos años en Ponferrada, adonde ella había venido de vacaciones. Cuando él le comentó que estaba pensando encerrarse en el pozo, a 3.000 metros de profundidad , no le puso objeciones: “Le dije que adelante”. Hablan todos los días a través del intercomunicador: “Están animados y bien de salud. Al principio se constiparon, porque hay corrientes. Lo más difícil es acostumbrarse a las rutinas, a los ciclos de noche y día”. En la mina siempre es de noche y siempre están las luces encendidas. “Intentan coger el ritmo del sueño. Leen la prensa todos los días, caminan por las galerías, hacen ejercicio, juegan a las cartas. Yo le regalé un juego de mesa”. ¿Cuál? “El Monopoy”. Tiene guasa. Jugando al juego de los capitalistas encerrados a tres mil metros de profundidad en una mina. Alguien recuerda que hace cincuenta años El Bierzo era conocido como “la comarca del dólar”. Pero nadie pensó que la mina podía tener los días contados. “Uno de los que pasaron 52 días engordó doce kilos. Tres días a la semana baja un médico para ver si todo va bien”.
Noelia no puso objeciones a su novio a la hora de encerrarse en la mina
Noelia Rizo habla despacio y convicción, sin estridencias. “Esperamos que se solucione. Pero no va a ser fácil. A Eliseo le gusta lo que hace”. Tras un tiempo poniendo redes y unos años en el ejército, hace seis o siete años se alistó en la mina. “Salvo en la escuela minera, no estudió”, cuenta su novia: “Me quedo aquí ya… Espera: a lo mejor nos tenemos que ir allí”. Allí es Torrevieja. Prefiere El Bierzo, y no solo por el clima. De momento está en casa de sus futuros suegros: “Vamos a vivir juntos en casa de sus padres”. En cuanto salga. Ella no tiene miedo del porvenir. No pierde la calma . No se resigna.
Posa en la bocamina junto a Lorena González , hija de otro de la partida de los encerrados, Miguel Ángel. Del túnel viene un frío de mil demonios, aire helado, que no presagia nada bueno. Como si estuviera conectado con el garaje del hotel. En la boca del túnel, tres avisos: “no introducir en la mina efectos de fumar”, “no subir ni bajar del tren de personal cuando esté en marcha” y “hacer la aguja siempre en ambos sentidos”. Se refiere a la aguja de la vía, la que encarrila el tren minero. Lorena González tiene 18 años. Nació en San Andrés de Montejos, estudia segundo de bachillerato y quiere ser maestra. Como Josefina Aldecoa, la autora de "Historia de una maestra", que nació en La Robla , no demasiado lejos de aquí. Su abuelo ya había trabajado durante unos años en la mina. A su padre, como a Eliseo, también le gusta el oficio “a pesar de lo duro que es. Lleva trece años de minero. Antes se dedicaba a perforar túneles para carreteras y ferrocarriles”. Su madre, empleada en un almacén de frutas, estuvo de acuerdo con que el padre se encerrara. “Ya había querido bajar con el primer turno”. El de los 52 días. “Quien peor lo lleva es mi hermano, que tiene 13 años. Nos preguntó en la mesa qué nos parecía. Le apoyamos, pero le echamos mucho de menos. Pero te acostumbras. Hablamos con él todos los días. Está muy animado. Es muy bromista”. Son los últimos que quedan. Todos los que estaban en huelga en las distintas cuencas y empresas hace días que volvieron a escarbar en las entrañas de la tierra. Los de Santa Cruz del Sil se resisten a claudicar. “¿De qué habría servido tanto esfuerzo? Para nada”, se lamentaba la dueña del Changuita. Cae la noche sobre las montañas de escoria, los castilletes, la maquinaria inmóvil. Cementerio de una época. Regresamos a Villablino. Nos recomiendan un restaurante para cenar. Los Arándanos. El bacalao es memorable. ¿Por qué hacemos todo lo que hacemos?
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