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Cincuenta años de la caída del Hollywood dorado

El lanzamiento del Blu-ray especial aniversario anima a repasar la increíble epopeya de su rodaje

Cincuenta años de la caída del Hollywood dorado

JAVIER CORTIJO

Seguramente el legendario violeta de sus ojos se volvió arcoíris pirotécnico y concéntrico cuando escuchó el «de acuerdo» al otro lado del teléfono.

—No te lo vas a creer. Les he pedido un millón de pavos más beneficios en broma... ¡y me han dicho que sí!

A su agente también se le harían las pupilas chiribitas (aunque solo un 10 por ciento, ya se sabe) mientras Elizabeth Taylor, sin borrar la sonrisa nerviosa de su sobrenatural rostro, susurró al auricular:

—¿Cuándo empezamos?

En realidad, la pregunta correcta hubiese sido otra: ¿cuándo terminamos? Porque ni la Taylor, ni su agente ni la Fox, y ni mucho menos Rouben Mamoulian (su primer director) o Joseph Leo Mankiewicz (su segundo director) podían imaginarse que «Cleopatra», una sencilla peliculita de bajo presupuesto y con decorados reciclados, fuera a convertirse en uno de los cataclismos económicos más rotundos de la historia de Hollywood y uno de los rodajes que más cataratas de tinta y lágrimas ha provocado.

La verdad es que, contemplando la espléndida, majestuosa y bien peinada versión en Blu-ray, edición especial 50 aniversario, que acaba de editarse en España, nadie adivinaría el desastre de su concepción y parto (de los montes), aunque rastreando los extras del disco ya se va haciendo uno a la idea de la serie de catastróficas y rocambolescas desdichas y peripecias que rodeó a un proyecto que arrancó en 1958 con el pie izquierdo, ya que los primeros candidatos apuntaban a Alfred Hitchcock como director y, como protagonista, a Audrey Hepburn o... Marilyn Monroe . Afortunadamente, alguien del estudio sugirió a «la gata sobre el tejado de zinc», que sacó sus aires (huracanados) de diva a pasear exigiendo, aparte del «kilo» pactado, suites de lujo, Rolls Royce a la puerta y billetes de primera a tutiplén entre Los Ángeles y Londres.

Hamburguesas al whisky

Sí, Londres. Porque a los productores no se les ocurrió mejor lugar para recrear el Antiguo Egipto que los muy british Estudios Pinewood, en el corazón de la City. La famosa niebla de El Cairo, ya se sabe. Así, entre chaparrones helados, decorados chorreando y extras con faldita romana exhalando vaho «como en un anuncio de Marlboro», el presupuesto se iba agrandando a la misma velocidad que el contorno de Liz Taylor, que mataba el rato devorando hamburguesas (borrachas de whisky), haciendo que los trajes de Christian Dior volaran a París para aumentarles la sisa, y quejándose de unas jaquecas que resultaron ser algo más que efectos de la resaca: según el mismísimo médico de la Reina Isabel II, Lord Evans, meningitis.

Segundo acto: Estudios Cinecittà, 1961. La antorcha olímpica de Roma ya se había apagado y por fin «Cleopatra» podría trasladar sus bártulos a su localización original. Pero fue peor el remedio que la enfermedad (por cierto, Taylor, que acababa de curarse de la meningitis, agarró una neumonía que estuvo a punto de mandarla al otro barrio, aunque por el camino le cayó un Oscar por «Una mujer marcada»), ya que la «idiosincrasia italiana» provocó que volaran del plató todo tipo de enseres (y seres) valiosos. La situación era prácticamente insostenible y, para colmar el vaso, solo faltaba otro gallo en el corral:

«Tengo que ponerme la coraza para enfrentarme a Miss Tetas».

Así le confesaba a un amigo de barra de bar, con su voz de yacimiento galés, el encargado de sustituir a Stephen Boyd como nuevo Marco Antonio de la película (Rex Harrison ya había hecho lo propio con Peter Finch en el papel de Julio César): Richard Burton, un retaco de metro sesenta y cinco con el rostro picado de viruela pero con capacidad de seducción casi clorofórmica. Y la Taylor, alias Miss Tetas, cayó en sus redes justo hace 50 años. Para la Fox, lo que cayó del cielo fue genuino maná publicitario. Ya no importaban los millones que se evaporaban como un napolitano sorbiendo una docena de ostras. Ni siquiera que el guión lo reescribiera Mankiewicz, a golpe de dexedrinas, de noche para rodarlo la mañana siguiente. Ni tampoco que las extras que interpretaban a las doncellas pidieran guardaespaldas para protegerse de las manos largas de espontáneos y figurantes (la llamada «huelga de las esclavas»). Había que agarrarse como un clavo ardiendo a aquel romance.

Último acto: Darryl F. Zanuck, todopoderoso mandamás de la Fox, interrumpió su «retiro espiritual europeo» para intentar frenar la hemorragia de 40 millones de dólares de pérdidas. La consigna era clara: aprovechar el idilio antes de que se enfriara y, de paso, frenar los delirios de Mankiewicz, cegado ante la magnitud de su obra y emperrado en dividirla en dos partes. Como buen «administrador», Zanuck aplicó tijeretazo a diestro y siniestro y anunció el estreno del filme el 12 de junio de 1963 a un precio de 5,50 dólares por entrada (tres veces más de lo habitual). La jugada le salió medio bien, dentro de lo que podía haber sido: «Cleopatra» recaudó 26 millones de dólares (de los 44 que acabó costando, unos 300 al cambio actual, a la altura de «La puerta del cielo», «Titanic» o «Avatar»), ganó cuatro Oscar (técnicos, algo es algo) y las demandas al estudio del equipo artístico fueron cayendo en saco roto, previo pago por el silencio, claro. Colorín, colorado, la aventura había acabado. Y, con ella, toda una época del cine clásico, una arquitectura babélica y forjadora de sueños a golpe de talonario y de egos desbocados. Hollywood ya no era babilónico, ni mucho menos faraónico. El director volvería a coger la batuta y a rodar a ras de suelo, por vericuetos polvorientos y baches en el camino si hacía falta. Al menos, durante una década prodigiosa en la que parió joyas como «Bonnie and Clyde», «Easy Rider», «El Padrino» o «La huella», testamento magistral y «doméstico» del bueno de Mankiewicz. Y todo, gracias a una Reina del Nilo con el hígado demasiado pequeño y los pechos demasiado grandes.

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