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Toledo en «La razón de las piedras» de Luis Béjar

Toledo en «La razón de las piedras» de Luis Béjar ARCHIVO MUNICIPAL DE TOLEDO

POR JESÚS FUENTES

Las ciudades nos son sus calles o sus trazados urbanísticos. Ni siquiera, en el caso de ciudades antiguas, los edificios históricos, la traza primigenia o los vestigios de culturas anteriores. Por supuesto, menos los espacios que habita la gente. Precisamente, las ciudades son la gente y la memoria o hechos que de ellos conservamos. Las ciudades son sus poetas, sus filósofos, sus pintores, sus escultores, su fotógrafos, los músicos, los arquitectos, los investigadores y científicos, los historiadores, los narradores, los filántropos, etc. Las gentes múltiples y plurales; con ideología o sin ellas, si esto último fuera posible. En resumen, quienes sienten y conciben la ciudad como un lugar de proyectos y de realización colectiva e individual.

¿Y si una ciudad, cualquier ciudad, careciera de esta clase de gentes? No sería ciudad, sería un espacio ocupado transitoriamente. Es decir, sin huellas para la posteridad. Pero, ¿y si una ciudad dispusiera de esa gente —de mayor o menor calidad, que eso nos introduciría en otra cuestión— y las olvidara tanto en vida como tras la muerte? Tampoco sería ciudad, sino una entidad sin cohesión alguna. Sin pasado, presente ni futuro.

El año 2011 falleció en Toledo Luis Alfredo Béjar. Un hombre que aspiró a ser el novelista que narrara la época actual de Toledo. Algo parecido, a lo que en su tiempo, se propuso Félix Urabayen. Ambos profesores, ambos atraídos fatídicamente por Toledo. Los dos poco considerados por sus críticas a quienes no entienden ni soportan otras visiones de la ciudad y la vida distinta a la de sus comportamientos adocenados.

A escasos meses de su muerte se presentó en la Sala Capitular del Ayuntamiento la que no era su última novela, pero estaba sin publicar. Asistieron, además del alcalde, el resto de los concejales de la Corporación, lo que no es habitual. La razón de la unánime presencia tal vez haya que buscarla en que él fue también concejal de la primera Corporación democrática, tras los oscuros años de la dictadura. El titulo de la novela, «La razón de las piedras», una metáfora de Toledo.

El escritor tenía tantas imperfecciones como virtudes, según se manifestó en el acto de presentación de la novela. Lo que no es frecuente, dada la tendencia falseadora de presentar a quien ha muerto como dechado de todas las virtudes, reales o por inventar. Quienes sólo le conocíamos de oídas, tampoco ignorábamos que era dueño de señalados defectos. Uno de ellos, y no menor, que ideológicamente se adscribía a la izquierda. Lo cual debiera ser simplemente una circunstancia, sino fuera porque en algunas ciudades de provincias, proclamarse de izquierdas es una opción para la marginalidad.

En contraste con el ninguneo que la ciudad de Toledo somete a su gente, sobre todo si se es de izquierdas, él, lo mismo que otros, se obstinó en aportar su esfuerzo para construir ciudad. La que veía o imaginaba, que todo se muestra mezclado. Tal vez por ese esfuerzo arquitectónico, en «La Razón de las Piedras», Toledo es la protagonista absoluta. Los personajes son meras excusas para referenciar lugares, situar plazas o calles, encuadrar barrios, relacionar edificios. El autor actúa como el notario que transcribe datos y nombres sin más ilación que la estricta relación. Es como si el escritor quisiera atrapar en su novela la ciudad que él conoce, aborrece y ama, ante el temor de que desaparezca.

La ciudad que describe es la de la Guerra Civil y la de la posguerra. Los dos acontecimientos se perciben como telón de fondo en el que se desenvuelven los personajes. De la guerra civil no solo cuenta el caso del famoso acontecimiento del aviador alemán que aterrizó forzosamente en Toledo y fue hecho prisionero (un espectáculo para la población), sino que es el decorado en el que nace la amistad de los tres protagonistas, el amor triangular o la pasión entre dos de ellos. Y como contrapunto con la crueldad de la guerra, aparece el amor. El amor, desbocado primero, romántico después, de Paula y Álvaro que llega a su cenit, «mientras les acompañaba de fondo el fragor de los últimos y desesperados intento republicanos contra los ocupantes del Alcazar». En cuanto a la posguerra, el momento real en el que si ubica la novela, es tiempo de miserias, de traiciones, de estrechamiento personal, de odio, de renuncias o hasta de crueldad sistemática como el matrimonio de Paula con el miserable y rijoso policía secreta Ponce Cordón, «al fin y al cabo, hay que suponer que una guerra como la que habíamos pasado no puede suceder en vano».

En esa especie de guía del Toledo que puede desaparecer —insiste en reproducir no solo los espacios y lugares, también la atmosfera de aquellos tiempos de plomo— el monasterio de San Juan de los Reyes ocupa el espacio central. El edificio, al que contribuyó a levantar, tal como hoy le conocemos, un familiar suyo, se convierte en el escenario donde van y vuelven una y otra vez los personajes. El mundo de los protagonistas gira en torno a sus frustraciones interiores y al edificio, analogía en sus piedras de esa misma frustración.

Allí es donde Germán, un individuo destruido por la ideología y por la guerra, aparece muerto, suicidado o asesinado, que eso queda en el aire. Allí transcurren las conversaciones más intensas o los descubrimientos más dramáticos. San Juan de los Reyes es el lugar dónde se juntan los proyectos fallidos, las vidas inútiles de toda una generación. A su modo, el monasterio es el símbolo en su esplendor del fracaso del presente como lo fue en su tiempo: se construyó como panteón para los católicos reyes que habían expulsado a los judíos y se quedó en la manifestación flamígera de una persecución religiosa y racista. San Juan de los Reyes, periférico a la ciudad, fue y aún es un edificio por descubrir. Exactamente lo que buscó el narrador Luís Béjar —algo parecido hizo Blasco Ibáñez con la catedral—en «La razón de las piedras».

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