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Cien años vendiendo ilusión

La calidad y una atención personal son las armas del comercio tradicional para competir. Seis tiendas centenarias de Valladolid relatan cómo ha cambiado el trato con el cliente

fotos:f.heras

HENAR DÍAZ /

En ellas compraron los que hoy son abuelos, luego lo hicieron sus hijos y ahora lo hacen los nietos. Son los establecimientos centenarios de Valladolid. Quedan pocos, y menos que hayan pasado en una familia de generación en generación. Luchan contra viento y marea para hacer frente a la crisis, pero también contra un «Goliat» más silencioso, las grandes cadenas comerciales, que poco a poco les van ganando terreno. ¿Sus armas para ganar clientela? Un trato más personal y la confianza depositada en el tiempo. «Si llevamos tantos años es que hay gente responsable detrás», defienden.

Muchos llegaron de distintos pueblos de la provincia para montar el negocio a finales del siglo XIX, otros de lugares más lejanos, pero todos con una idea: luchar por hacer de su oficio un negocio. Con esta idea, Ambrosio Rodríguez fundó en 1898, recién llegado de Matapozuelos, la imprenta y papelería que hoy todavía lleva su nombre. Un par de años de aprendiz le bastaron para saber que el mundo del papel, la tinta, los tipos y las «minerva Heidelberg» —la última generación de imprentas en aquella época— eran lo suyo. Los comienzos fueron difíciles, pero las sucesivas generaciones han sabido mantenerse fieles al espíritu original de este establecimiento. Por entonces un regalo habitual eran las plumas estilográficas. «Siempre se han vendido muy bien», sostiene Luis Rodríguez, uno de sus nietos. También —recuerda— «nos pedían muchos alargadores de lapiceras. Eran otros tiempos». Hoy el negocio ha tenido que diversificarse. Figuras de nacimientos y consumibles de informática conviven en armonía en los escaparates de sus dos tiendas. Su condición de imprenta le permite además satisfacer ciertos caprichos: «en los últimos años se han puesto muy de moda los libros personalizados y suelen pedirnos la impresión de cinco o seis ejemplares, a lo mejor de una novela que han escrito, para regalar». La repentina muerte de su padre hizo que Luis y su hermano Fernando se volcaran completamente en el negocio tras salir de la Universidad. «Hoy —sostiene Luis orgulloso— siguen viniendo descendientes de los clientes que tuvo mi abuelo. Lo que más recuerdan es un bonito escaparate de madera que teníamos en la calle Regalado».

Veinte años antes de que Ambrosio Rodríguez desembarcara en el negocio de la imprenta llegaba a Valladolid procedente de Castellón —la tierra del calzado— Manuel Villalonga para fundar «La Barcelonesa», una zapatería más tarde rebautizada con su propio apellido por la ola anticatalanista despertada en 1931 como consecuencia de la aprobación del Estatuto de Cataluña. Gonzalo Villalonga pertenece a la cuarta generación de unos comerciantes pioneros en la venta de zapatos de producción industrial. «Antes todo era artesanal. Lo que más se veía por las ciudades era las fábricas de alpargatas». Con nueve tiendas, —siete en Valladolid y dos en Oviedo—, Calzados Villalonga factura hoy 1,5 millones de euros al año. ¿Es un regalo frecuente? —preguntamos a Gonzalo—. «Depende mucho del frío —dice—. Este año han llegado colecciones que dan la sensación de abrigar y vienen muy bien de cara a estos días».

No obstante, explica que desde que comenzó la crisis, el volumen de facturación principal de su negocio se produce en rebajas —un 60% frente al 40 que se vende el resto de la temporada—. Gonzalo echa de menos la confianza que antes se tenía en el cliente. «Cuando no existía la tarjeta de crédito ni otros sistemas de pago, la relación cliente-comerciante se basaba en una confianza mutua. Nos iban pagando poco a poco cuando podían. También existía el típico “chico de los recados” que llegaba a la tienda para recoger decenas de zapatos que luego se probaba la “señora” en casa». Una relación que prácticamente «ha desaparecido», lamenta, aunque también se enorgullece de mantener cien años después una clientela fija. ¿Su valor añadido? Atención personal y, en fechas señaladas, algún tipo de descuento.

Muy próximo a la tienda más antigua que se conserva hoy de Calzados Villalonga, en la calle Ferrari, se ubica Mentaberry, la juguetería que a finales de los años 30 del pasado siglo nació de la mano de Enrique Mentaberry. Hoy su nieto, Juan José Viloria, es quien regenta este negocio familiar que trata de conservar el espíritu de los grandes bazares. Los juegos de mesa y otros aparatos electrónicos comparten escaparate donde antes lo hacían vehículos de hojalata, peonzas... «Antes los juguetes “estrella” eran los muñecos y caballitos de cartón. Con la televisión todo ha cambiado. Triunfa lo que sale en las series», comenta el actual propietario.

Juanjo recuerda cómo la llegada de las grandes superficies revolucionó el negocio, que se vio abocado a buscar otros productos que lo diferenciasen de la competencia. «Hemos tendido hacia el juguete más tradicional, aquél que el padre quiere casi más que el hijo». Hoy a Mentaberry acuden a comprar los hijos y nietos de sus primeros clientes. «Es gente a la que no le gustan las aglomeraciones y prefieren un trato más personal». Dice Juanjo que en estos últimos setenta años no ha cambiado el perfil del consumidor «niño», que mantiene la misma ilusión, pero sí de los mayores. «Antes se buscaban cosas más curiosas y ahora se tiende a lo práctico: ropa y poco más».

«Ahora de quien vives realmente es de tus clientes habituales», defiende Fernando Potente, bisnieto de Esteban Potente, la joyería familiar más antigua que se conserva en Valladolid —comenzó en la calle Platerías en 1892—. También «la moda» ha cambiado en este sector. «Antes el hombre llevaba más alfileres de corbata, cadenas y sortijas y ahora se limita más al reloj. En cambio, la mujer sigue llevando de todo». Durante la Navidad la joyería Fernando Potente recauda el 20 por ciento de la facturación de todo el año. ¿El secreto de su éxito? «La seguridad de que hay gente profesional detrás», dice. Un arma que le ha permitido mantener un siglo después una clientela fija, pese a la dificultad que entraña en un tiempo en que el comprador «funciona más por impulsos».

Dijo una vez el cronista vallisoletano Ángel Allúe que la salchichería por antonomasia en la ciudad en 1882 era Pantaleón Muñoz. En la actualidad el negocio está regentado por Víctor Manuel Muñoz, bisnieto del fundador, quien llegó a ser concejal del Ayuntamiento. Han pasado casi 130 años desde entonces y este legendario establecimiento ha sido testigo de muchas épocas, también de hambruna —ABC recogía en sus páginas el asalto a la tienda por unos obreros desempleados un 24 de diciembre de 1931—, pero pese al tiempo los embutidos siguen siendo un alimento básico en las despensas españolas, sobre todo en las pasadas fiestas. «La diferencia es que ahora los hay de muchas variedades: ibérico, de bellota, recebo…», sostiene Víctor Manuel. Los Muñoz han sabido mantener el sabor del comercio tradicional sin perder el carro de la modernidad, lo que les ha permitido convertirse en un referente gastronómico más allá de la ciudad. Sevilla o Barcelona son también destino de sus productos. «Cada vez vendemos más fuera», detalla el propietario. Una condición por la que se plantean lanzarse a la venta por internet. Un claro ejemplo de que pasado y futuro pueden llegar a entenderse.

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