La herencia envenenada de Pablo Escobar
ABC entra en los suburbios más peligrosos de Medellín. Una nueva generación perdida al servicio del narcotráfico combate por el control del negocio
La oscuridad reina en la escala que comunica el barrio de la Torre con Independencia Dos en la «Comuna Trece» de Medellín. Una imagen de la Virgen María, decorada con flores y unas velas que iluminan vagamente el final de la escala, marca la frontera imaginaria entre los dos barrios controlados por grupos rivales. Marra lleva el rostro tapado con una pañoleta oscura. Su mano esconde un 38. No tiene miedo, desde pequeño ha sido parte de este juego mortal marcado por las implacables reglas del narcotráfico.
Dieciséis combos se reparten el negocio del vicio ( forma local de denominar al narcotráfico) en el barrio más conflictivo de Medellín. Compuestos por chavales que apenas superan los 12 años y con una esperanza de vida no superior a los 23, estos escuadrones de la muerte se han convertido en la nueva generación perdida del conflicto colombiano.
En la oscuridad, solo rota por los reflejos de las luces provenientes del interior de las casas de la Comuna, Marra se entrega a Dios. Una oración, un beso al nombre de una mujer tatuado en su brazo derecho componen el ritual de muerte de este gatillero del Combo de la Torre.
La banda sonora de salsa, reguetón y hip hop que cada noche rellena el silencio de la oscuridad de la Comuna se interrumpe con el sonido de tres disparos de un 38. Los silbidos de los centinelas de los combos marcan la señal de alarma. Marra corre escala arriba mientras una ráfaga de balas acompañan su retirada a territorio seguro.
Apenas a trescientos metros por donde Marra corre para salvar su vida, la mirada del cabo primero Cuenca analiza la situación. Escondido en la oscuridad que le ofrece uno de los balcones de la base militar situada en el interior de la Comuna, observa las carreras de los grupos de pillos replegándose por el laberinto de callejuelas y escalas que componen el barrio.
«Estos se prendieron una vez más, toca salir», ordena el cabo primero Cuenca a sus hombres. «Quiero dos grupos de siete; el primero lo dirige usted, Mendoza. Quiero que corra para asegurar la escala de la Virgen lo antes posible. Los otros siete, conmigo, subimos en operativo al barrio de la Torre». Apenas tres minutos después, dos columnas militares se deslizan por la oscuridad que envuelve la Comuna. La música ha dado paso al silencio más absoluto, solo roto por el sonido de los disparos entre los dos combos rivales.
Un relevo a las FARC
Desde la operación militar «Orión» en octubre del 2002, en la que el Ejército de Colombia, apoyado por la fuerza aérea, tomó la «Comuna Trece» de Medellín, la presencia de los militares aquí es permanente. Como consecuencia de ello, la existencia de unidades de las FARC, ELN y las Autodefensas Unidas de Colombia en los barrios de la Comuna es prácticamente nula. Sus territorios han sido ocupados por nuevos grupos armados al servicio del narcotráfico que usan a los pillos de los combos para la venta de droga al igual que para la práctica del sicariato.
El barrio de la Torre está en silencio. Solo se escuchan los gritos de los pillos amenazando al combo rival. El cabo primero Cuenca avanza en sigilo por la escala aprovechando la protección que le brinda la oscuridad de la noche. Un silbido de alarma de un centinela pone en alerta a los militares. «Tenemos buñuelos, tenemos buñuelos», grita en la oscuridad el centinela del combo de la Torre. El factor sorpresa con el que contaba el cabo primero Cuenca se viene abajo. Los han visto. Sabe que ahora sus posibilidades de capturar al chico que hace apenas cinco minutos corría por la escala con un 38 son nulas.
«Nos dividimos. Ustedes tres sigan subiendo por esta escala, el resto conmigo, nos vemos arriba en la plataforma», ordena Cuenca mientras corre en dirección contraria. El zigzag de la escalera prácticamente vertical hace difícil el avance. Se trata de un corredor secundario escondido entre el centenar de callejuelas y escalas que componen el laberinto del barrio. «Silencio», ordena el cabo primero Cuenca. El sonido de pisadas bajando a toda prisa por las escaleras pone en alerta a los militares. Un grupo de cuatro chicos, vestidos con pantaloneta, gorra y zapatillas de deporte, desciende en dirección a ellos. «¡Alto!, ¡Ejército!, ¡contra la pared!». El rostro de sorpresa de los pillos desvela que no esperaban este movimiento del cabo primero Cuenca.
Los soldados registran contra la pared a los adolescentes. «Están limpios, mi primero», señala uno de los soldados. El rostro de Cuenca no muestra sorpresa alguna, se esperaba este resultado, lleva ya muchos meses trabajando en la Comuna y sabe que desde que el centinela dio la voz de alarma todos los pillos han escondido lo que llevaban encima. «Continuemos hacia la plataforma», ordena el cabo, «esta noche nos quedaremos arriba para asegurar la zona, está empezando a llover; esperemos que la lluvia los calme».
Dentro del búnker
En el interior de la base central de la Fiscalía de Medellín, conocida como «el búnker», Juan observa la tormenta. «Esta noche será tranquila, a los pillos no les gusta mojarse los tenis para matar», le comenta a su compañera Rosa mientras apura sus últimas caladas del cigarrillo. Juan y Rosa están en su turno de guardia. Pertenecen a la Unidad de Policía Judicial de la Fiscalía de la Nación en Medellín (CTI), responsable de la investigación de homicidios. Durante los últimos años del Gobierno del presidente Álvaro Uribe y con la llegada de la administración Santos, el objetivo de reducir los índices de criminalidad ha sido prioritario para ambos gobiernos. En Medellín, aunque la tasa de homicidios aún continúa siendo alta, dista mucho de los niveles de los años noventa y principios de este siglo.
«Aquí tenemos medias de cuatro o cinco muertos por arma de fuego al día», asegura Juan al tiempo que se acomoda en la silla de su despacho. «Todo lo que usted observa en los barrios es la herencia de la cultura de Pablo Escobar. No hace mucho tiempo en esta ciudad se pagaban dos millones de pesos, unos ochocientos euros, por la cabeza de un policía. La ley del plomo al servicio del narcotráfico era la ley de esta ciudad. Hoy la situación es mucho mejor, pero, sin embargo, ahora son peladitos de catorce a veinte años los que se matan».
Los nuevos sicarios de Medellín son el resultado del fracaso de las políticas sociales del Estado colombiano. Niños y niñas que ante la falta de oportunidades y la realidad heredada del conflicto han sido marcados por la cultura de la violencia y la ley del narco. Las fronteras imaginarias que dividen la Comuna en territorios y bandos son el nuevo frente de combate de esta generación de la violencia. Se matan entre ellos sin saber realmente el motivo por el cual lo hacen.
La radio rompe el silencio de la guardia de Juan. «Homicidio por arma de fuego en la “Comuna Trece”. Un cadáver por arma de fuego que ha sido tiroteado en el descampado de un parqueadero», informa la radio. La unidad especial de CTI se pone en marcha. Son ya las diez de la noche y el tráfico en la ciudad es nulo.
«La historia de siempre»
Una cinta amarilla en la que se puede leer «CTI» marca los límites de la escena del crimen. Juan, vestido con un traje blanco y armado con una linterna, recorre paso a paso el lugar de los hechos. Junto a la cinta amarilla, la Policía impide el paso a un grupo de curiosos que observan la macabra escena. Entre ellos no se encuentra ningún familiar. La linterna de Juan alumbra el cadáver. Un varón de color de apenas quince años. A primera vista no aparenta ser un robo. Sus asesinos no le han quitado su cartera ni sus lujosas zapatillas de deporte. «A este pillo no le han dado ni una oportunidad», comenta Juan mientras analiza los siete impactos de bala del calibre 38 que presenta el cuerpo. «Esto lo han hecho dos gatilleros, y le han disparado por la espalda cuando la víctima pretendía huir. Juraría que es un ajuste de cuentas entre miembros de combos rivales. La misma historia de siempre».
Rosa intenta tomar testimonio a algunos de los testigos. Nadie ha visto nada, nadie ha escuchado nada. El coche morgue del CTI entra en la escena del crimen. Una bolsa de plástico envuelve el cadáver. Dos operarios del CTI toman las últimas notas del levantamiento mientras lo introducen en el interior del vehículo.
En la intimidad, Juan reza un solitario Padrenuestro por el alma del muerto. «Un nuevo cadáver, un desgraciado más, una nueva víctima de la herencia de Pablo Escobar. Así es este trabajo».
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