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Muere, a los 61 años, el guitarrista Enrique de Melchor

Es uno de los grandes de la guitarra en España, junto a Paco de Lucía y Manolo Sanlúcar

Muere, a los 61 años, el guitarrista Enrique de Melchor ABC

ALBERTO GARÍA REYES SEVILLA

Ya está tocando otra vez con su padre los «Tesoros de la guitarra gitana-andaluza» que grabaron a dúo en 1973. El histórico Melchor de Marchena, guitarrista de los teóricamente antagónicos Manolo Caracol y Antonio Mairena, recibió ayer a su hijo Enrique de manera inesperada. El muchacho al que había enseñado a tocar en las horas libres de «Los Canasteros», en Madrid, hasta hacerlo debutar con 15 años por orden del mismísimo Caracol, falleció ayer en la Clínica de la Luz de la capital —el mismo lugar en el que hace poco más de un año se fue Enrique Morente, ay— después de varias semanas luchando contra una enfermedad que se le cruzó fulminantemente en el camino. Enrique Jiménez Ramírez, tal vez uno de los guitarristas de acompañamiento al cante más importantes de todos los tiempos, además de concertista flamenco mayúsculo, había vencido a un cáncer de vejiga hace unos años y estaba de nuevo emocionando a sus seguidores sobre las tablas. Pero hace unas semanas comenzó a sentir unas molestias en la espalda que achacó al despacho en su nueva tienda de guitarras en Madrid, que había abierto hace apenas unos meses. No sabía que detrás de ese dolor le aguardaba la seguiriya más honda de su vida. Con 61 años. Lejos de su pueblo, al que le había dedicado su obra «Arco de las rosas» recordando «Viejos tiempos» por fandangos con Paco de Lucía, el monstruo de su quinta con el que salió a recorrer el mundo cuando eran unos chavales. Aquellos tiempos viejos de teatros semivacíos hicieron callos en los dedos de Enrique de Melchor, que había mamado en su casa todo el cante grande y de buenas a primeras se vio sentado a la izquierda de la queja, sobre las mismas eneas en las que se sentaban Camarón, El Lebrijano, José Menese... A todos ellos acompañó después de haberle puesto banda sonora a la mismísima soleá de Antonio Mairena.

Porque Enrique también heredó la silla de su padre antes de que murieran los genios de principios de siglo. De ahí que los nuevos cantaores se lo disputaran. Pero él no había venido a este mundo para ejercer sólo un papel secundario. Sus facultades para el toque eran tan brutales que el propio Paco de Lucía las mentó en el programa «Rito y Geografía del cante», en el que Enrique aparece siendo un chiquillo a la vera de Melchor, que lo contempla con una mezcla de admiración paterna y envidia sana.

Esa imagen, tan vívida como ya imposible, retrata a esta familia de tocaores que ha marcado una época en el arte jondo, y en la música española, a costa de imponer una estética en la que siempre primó el disfrute. El propio Enrique lo contaba así: «Siempre digo a la gente que disfrute tocando. Tienes que pasártelo bien y, además, dedicarle mucho tiempo, porque la guitarra es algo muy exigente. Pero es imposible llegar lejos si no consigues disfrutar tocando». Él lo logró desde que el Nani le puso su primera falseta en «Los Canasteros» y, con apenas 15 años, Caracol se acercó a él y le preguntó: «¿Estás preparado para tocar?». Enrique recordaba, cada vez que contaba sus batallitas, que «me puse colorado, me quería morir pero le dije que sí». Entonces el maestro Manuel Ortega le respondió solemnemente: «Te conseguiremos un traje, mañana es tu debut».

Japón con Paco de Lucía

De ahí pasó a recorrer Japón y Europa con Paco de Lucía y a ofrecer su toque al cante de La Perla, Pansequito, Fosforito, Chiquetete, Enrique Morente, Carmen Linares o Rocío Jurado, de la que no se separó hasta la muerte de la chipionera. Sin embargo, su torrencial personalidad en el arrope de los cantaores quedó especialmente impresa en los discos que hizo junto a José Menese al amparo del pintor y poeta Francisco Moreno Galván. O en su participación en la gran obra «Persecución», del Lebrijano, donde le acompaña junto a Pedro Peña por galeras, un estilo nuevo creado en aquel disco que revolucionó el flamenco en los setenta.

Por todo ello, podría decirse que Enrique era un egregio solista que satisfacía los anhelos de su enorme afición por el cante arrimándose a las mejores voces de su tiempo. Y aunque había grabado en solitario varias cosas ya, en 1988 decidió iniciar una carrera discográfica que hoy resulta ineludible para cualquiera que ame con rigor la guitarra flamenca. Su primera obra, «Bajo la luna», publicada en 1988, incluye una soleá dedicada a su padre que es una de las joyas de la música jonda. Después vinieron «La noche y el día» (1991), un disco en el que colaboraron con su cante José Menese, José Mercé y Vicente Soto «Sordera». Sin embargo, su auténtica estética está plasmada con rotundidad por primera vez en «Cuchichí» (1992), donde muestra sus raíces asentadas sobre el toque de su propia casa, de Montoya y de Ricardo —con aires de su idolatrado Mario Escudero—, pero con aperturas rítmicas y armónicas que por entonces sólo estaban al alcance de Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar y pocos más.

Años después, en 2005, recopiló algunas de sus más doradas composiciones, como la bulería «Plaza Ducal», cuna de los «melchores» de Marchena. Enrique era el menor de los seis hijos de Melchor, ambos dos tesoros de la guitarra gitana que ahora andarán ensayando aquel arabesco inmenso que grabaron para Ariola en el 73 y que hoy es el himno de una forma de tocar la guitarra que ya está bajo tierra.

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