hojas de antaño
Una isla castellana
En ese camino, de punta a punta, el viajero inquieto puede descubrir una estatua silenciosa, desterrada y bella. Es la sombra efímera que Unamuno dejó en Fuerteventura
EL camino que, de punta a punta, vertebra la isla larga de Fuerteventura desde Corralejo hasta la península de Jandía, es una pequeña Castilla: sin meseta y sin castillos, sin trigales ni palomares, espolvoreada de malpaís a cambio de los cultivos de secano ibéricos. El monte bajo de las tierras del corazón de Iberia se confunde con los volcanes secos, majoreros, majestuosos. Comparten ambas el espíritu de mirada larga, árida y silenciosa, porque un pueblo de la profunda Castilla está, a veces, más aislado que Majanicho. La primera vez que alguien observa los paisajes de Fuerteventura se sorprende por lo desolado de su naturaleza, por lo crudo de su tierra seca y envejecida. Las carreteras, en Castilla, se construyen a golpe de plomada y cartabón, en un sendero recto y monótono, acompasado con un paisaje que, por lo llano, transporta la mirada hacia una pátina desdibujada y febril. Un buen lugar para reconocer esa estampa son las murallas de la villa de Urueña, en Valladolid, en las que el lugareño se enorgullece de reconocer, en una estampa panorámica cargada de agricultura de secano, la inmensidad de la tierra hasta el infinito, el mar de Castilla. El infinito es más reconocible por estos lares. Una tierra llana y pedregosa encerrada en playas maratonianas de arena fina, dorada.
Decía Unamuno, en su destierro, que «cada escritor, y quizá cada hombre, lleva su propio paisaje dentro, configurando su alma». Sobre Don Miguel escribió Sebastián de la Nuez que «Unamuno encuentra estilo únicamente en el páramo castellano y en la llanura desértica de Fuerteventura».
En ese camino, de punta a punta, el viajero inquieto puede descubrir, en la lejanía, una estatua silenciosa, desterrada y bella. Es la sombra efímera que Unamuno dejó en la isla. Su estampa inconfundible se refugia a los pies de Montaña Quemada. En los últimos días de 1969, el poeta Chano Sosa comprometió al escultor Juan Borges Linares a realizar un monumento a la figura del escritor para ser colocado en la isla.
En diciembre de 1970, podía leerse en las páginas de ABC: «En el local de las Academias Municipales ha sido presentada la estatua de Don Miguel de Unamuno, que será erigida en la falda de la Montaña Quemada, en la isla de Fuerteventura, dentro de un conjunto monumental. Durante su destierro en la isla, Unamuno manifestó que, caso de morir en ella, enterrasen su cuerpo en lo alto de dicha montaña». En el mismo artículo: «La obra de Borges Linares refleja la actitud egocéntrica de Unamuno. La figura tiene unos cuatro metros de altura y se colocará sobre un prisma de unos tres metros de vuelo. Como fondo arquitectónico se alzará una larga y sencilla pared blanca, coronada por pequeñas almenas piramidales. En el suelo se plantarán flores autóctonas».
Rector en Salamanca, desterrado en Fuerteventura, sus musas le acariciaban en la llanura sencilla y árida de ambas tierras.
Uno, en sus largos paseos por Maxorata, a veces siente destellos castellanos en el polvo de sus huellas. Una isla serpenteada de caminos de tierra en los que la bicicleta se erige como compañera infatigable, silenciosa y leal.
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