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los domingo de... una escritora

«Ser vieja no está tan mal, la gente te perdona todo»

Los domingos de la escritora Ana María Matute empiezan con un buen crucigrama y acaban con un buen gintonic. Así se mantiene ella lúcida y de elegantemente distinta

«Ser vieja no está tan mal, la gente te perdona todo» INÉS BAUCELLS

«Lo primero que hago al levantarme es un crucigrama. Alguna vez se me atasca pero por lo general lo resuelvo en media hora. A las personas de mi edad les viene muy bien hacer crucigramas, desempolva mucho la mente», sonríe con picardía y con aplomo. Presumiendo de vejez como otros (y sobre todo otras) presumen de juventud real o fingida.

«Yo para nada quisiera volver a mis veinte años. Ni a tenerlos entonces, ni ahora»

¿Tan contenta está de tener 86 años ? «Bueno, contenta como para ponerme a bailar tampoco, entre otras cosas porque no puedo, pero ser vieja no está tan mal. Yo para nada quisiera volver a mis veinte años. Ni a tenerlos entonces, ni a tenerlos ahora», remacha.

De la juventud actual la repele, salvo excepciones, «su ignorancia increíble, su desconocimiento de todo». De la de su generación, «que nos tocó una época muy mala con la dictadura, yo tenía la cuchilla de la censura siempre encima cuando empecé a escribir». Y a vivir. Divorciarse bajo las leyes franquistas l e costó perder el acceso durante años a su único hijo, Juan Pablo .

A día de hoy Juan Pablo y su mujer viven con ella -otro triunfo de la edad- en un piso de la parte alta de Barcelona tomado por los libros . Y con una terraza «llena de plantas y arbolitos» que a Ana María le es muy querida especialmente para cenar en familia y con amigos. Juan Pablo es quien «me controla la agenda y me dice lo que tengo que hacer», quien la lleva, la trae y le pone los DVD mientras ella se regodea en su ¿desvalimiento? como un gatito en una bañera de nata. «Otra cosa buena de hacerte vieja es que lagente te quiere mucho y te lo perdona todo», nos guiña el ojo.

Levantarse tarde

Confiesa que los domingos adora levantarse tarde, tan tarde que «mejor no lo digo». Tras arreglarse (impecablemente), desayunar un café cortado y resolver su crucigrama, ya le ha dado la hora de comer. Fuera, con el hijo y con la nuera. Últimamente a esta comida se suma también su hermana María Pilar, trece años menor , «que enviudó hace un año y se quedó bastante pocha». Algo sabe Ana María de viudedades que dejan el corazón como atónito de seguir latiendo desde la muerte en 1990 de su segundo marido y compañero máximo, el francés Julio Brocard.

A Ana María la rutina dominical le impide escribir por las mañanas

Increíblemente la vida sigue. Ya que a Ana María la rutina dominical le impide escribir por las mañanas, como ella suele y le gusta (y más ahora, con un nuevo libro a la vista), trata de hacerlo por la tarde. Previa «siesta española», eso sí, aunque no de camisón y orinal como Camilo José Cela . Ella se conforma con tumbarse un rato por encima de la cama o en el sofá.

Tras la siesta escribe, lee o ve películas, y ya solo nos queda un gran hito antes de la cena: el gintonic. Reivindica Ana María que ella lo ha tomado siempre, no ahora que está tan de moda. La divierte el reciente sarpullido de ginebras novísimas pero si depende de ella, que sea Bombay Sapphire . ¿Y después de cenar? Pues tranquilamente otro gintonic. «Antes me gustaba muchísimo el whisky, el de malta, claro», precisa, «y también los dry martini, pero eso es tan difícil que te lo preparen bien»? Suspira Ana María Matute, y su suspiro hace aflorar grandiosos mundos perdidos. Atlántidas de inteligencia y de buen gusto.

«El concierto de los peces»

Lee en la cama hasta altas horas (al presente está como loca con la novela negra, y en particular con «El concierto de los peces», del islandés Halldór Laxness ), lo cual explica y redime su escaso afán madrugador. ¿Le tendrá miedo Ana María Matute a la oscuridad y a dormir sola, como algunas niñas y no tan niñas de sus libros? «Mi vida no sale nunca, nunca un personaje he sido yo, como mucho hay detallitos», asegura, quizás mintiendo.

Su picardía evoluciona a sabiduría cuando se despide insistiendo en que le daría una pereza terrible volver a ser joven. «Entonces me rebelaba contra todo, ahora en cambio tengo una paciencia? Con la edad se aprende a convencer, a meterte en la piel del otro, eso es muy importante, no se puede escribir si no eres así, acabas siendo?» Hace una pausa rota por nuestra impaciencia: ¿Acabas siendo qué, moderno? Y ella, de nuevo majestuosamente pícara: «No, malo».

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