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El reino de la fantasía

Crítica del musical «El Rey León»

El reino de la fantasía abc

JULIO BRAVO

Es célebre la frase con la que el crítico del «New York Times» quiso definir a la inolvidable Lola Flores: «No canta, no baila, no se la pierdan». Algo similar podría aplicarse a «El Rey León», el espectáculo que acaba de desembarcar en la Gran Vía con intención de permanecer en ella mucho tiempo. «No es Shakespeare, no es Puccini... No se lo pierdan». Y es que «El Rey León» es sin duda uno de los más fascinantes, magnéticos e imaginativos espectáculos que pueden verse hoy en día sobre un escenario. La historia –a medio camino entre «Hamlet» y la parábola del hijo pródigo– y la música –donde Elton John se trenza con los ritmos y las melodías africanas– quedan en un segundo plano ante la desbordante catarata de fantasía, imaginación e inteligencia en un montaje que tiene, sobre todo, un nombre propio: el de Julie Taymor.

Cuando se estrenó «El Rey León» en Nueva York hace ahora catorce años, Julie Taymor apenas había pisado Broadway en una ocasión. En aquel 1997, Disney estaba empezando a entrar en el mundo teatral neoyorquino; su primera experiencia, «La bella y la bestia», había sido todo un éxito, y eso animó a los responsables de la productora a poner en pie la versión teatral de la que había sido su película de mayor éxito en los últimos años. Y «El Rey León» supuso un verdadero acontecimiento en Broadway, donde permanece hoy en día con llenos casi diarios.

Julie Tamyor, una mujer fascinada por las culturas orientales y africanas, diseñó un espectáculo lleno de referencias a sus expresiones teatrales, desde el bunraku japonés hasta las sombras balinesas. Las agradables canciones que Elton John y Tim Rice escribieron para la película se enriquecieron con coros y cantos de tinte africano, gracias a la colaboración de Lebo M. y otros músicos como Hans Zimmer o Mark Mancina... Se reinventó a través de máscaras, marionetas y muñecos animados con mecánicas tradicionales el universo animal. Todo ello con una detallista, casi puntillista, puesta en escena , donde hasta las más mínimas cuentas de los trajes de los personajes son reales o la juventud de personajes como Simba y Nala se refleja en sus máscaras, en las que al contrario de las demás no está la cara terminada.

Hay en el espectáculo momentos de una belleza extraordinaria : desde la escena inicial, con un deslumbrante desfile animal, hasta la aparición del fantasma de Mufasa, pasando por la estampida... todas ellas inspiradas en las técnicas ancestrales del teatro. Y teñidas por la singular y extraordinaria sensibilidad de su creadora.

Ha costado mucho traer a España esta producción; en primer lugar, porque Madrid no tiene un teatro de las dimensiones adecuadas. El Lope de Vega la alberga sin holgura y con alguna limitación, aunque resulta suficiente y seguro que con el paso de las funciones la producción se irá acomodando a su nueva talla.

Tampoco ha sido sencillo reunir al elenco; la multiculturalidad artística de Madrid aún no llega a los niveles de ciudades como Nueva York o Londres, y este espectáculo precisa de unos perfiles muy determinados de intérpretes. Contar con Jordi Galcerán para la traducción es un lujo, y aunque algunos echan de menos las letras españolas de la película, su versión es limpia y se escucha con naturalidad. Más discutibles son algunas decisiones tomadas en la producción española, como convertir a Timón en andaluz -con niveles casi caricaturescos- y hacerle cantar unas sevillanas; el público, que sembró la función de aplausos, rió mucho, sin embargo, esta transformación.

En el capítulo interpretativo se puede hablar de un nivel correcto. Sobresale, por presencia, energía y voz luminosa Carlos Rivera, un potente Simba . Sergi Albert le da corrosión a su malvado Scar, y Albert Gracia le da a su Pumbaa la simpatía e inocencia que requiere el personaje, lo mismo que Esteban Oliver a su Zazú. Brenda Mhlongo otorga peso y categoría a su Rafiki. Seguro que con las funciones su acento (también el de otros artistas) se irá limando, lo que contribuirá a terminar de redondear el montaje. Un espectáculo que, insisto, no es ni Shakespeare ni Puccini, pero que no hay que perderse.

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