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Las críticas de los estrenos del 7 de octubre

Nustros críticos te desvelan las claves de la cartelera del fin de semana

ABC

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«Intruders»

POR E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

Entre los surcos y los poros del cuento infantil suele caber el filo de un cuchillo y la pica de un punzón... Tan lejanos, que se tocan, el territorio de lo infantil y el del terror, y en ese territorio es donde nace la historia de «Intruders», cuando la fábula de una pesadilla aún te lame la oreja al despertarte de ella. Los protagonistas son un niño y una niña, alejados en tiempo y lugar, pero unidos por la presencia de una sombra nocturna descarada a la que llaman, precisamente, Carahueca. El director, Juan Carlos Fresnadillo , es un buen explorador de esos terrenos donde se confunde el «thriller» con la ficción y la realidad con la fantasía, y le procura a su argumento (con el cuerpo de un cuento metido en el traje de una historia adulta, impregnada de un pasado sin enterrar y de un presente torcido por esa causa) un suelo de inquietud y de angustia en el que el espectador nunca se siente cómodo: la fantasía y la verdad se empujan una a otra para expulsarse de la trama. Y dentro de esta maquinaria tan propicia para el cebo fácil, Fresnadillo busca la cara norte para hacer su película: una película de terror en la que la angustia y el miedo no vienen apuntalados por el susto. El recorrido es otro, es la dosificación de la intriga, su desarrollo preciso que alimenta paulatinamente la curiosidad, el clima asfixiante, onírico y emocional..., el modo de espolvorear las claves, las sorpresas, la incursión aparentemente inconexa de escenas como la del accidente laboral del padre, o la conexión entre andamios..., en fin, una construcción de la historia con todo ese catálogo de sutilezas y matices oscuros de los cuentos para niños. Y envuelto en una puesta en escena igualmente maquinada para borrar las líneas que separan la alucinación de lo cierto. «Intruders» comparte con el cine anterior de Fresnadillo («Intacto» y «28 semanas después») una temperatura fría, de lagarto, y así la transmiten sus intérpretes, y es cierto que esa frialdad es un aislante para lo que encierra esta película y cualquier pesadilla infantil: un drama familiar.

«El ilusionista»

POR E. R. M.

Jacques Tati es un cruce entre letra del abecedario y signo de interrogación, es una perplejidad andante, la confluencia entre la emotividad de Chaplin y la melancolía de Keaton..., entre la poesía de uno y las ojeras del otro. Su aparición como Mr. Hulot es casi tan chocante y tierna como lo sería décadas después la de E.T., y su desaparición tras apenas media docena de películas fue una bajada inoportuna de telón. Fueron pocas sus películas, y además le costó un imperio poder hacerlas..., hasta el punto de que se dejó una en el tintero, ésta, «El ilusionista», que ahora vuelca del tintero al papel, Sylvain Chaumet, un genio de la animación («Bienvenidos a Belleville»). El guión, la historia, rezuma alma Tati por todos sus poros, y su visualización le añade además el cuerpo, el trazo: el personaje, el dibujo, es el propio Tati, un mago en un mundo que empieza a prescindir de la magia. Chaumet recoge en los tonos del dibujo el estado de ánimo del personaje, que se mueve con el desgarbo y la indecisión del propio Hulot, con su gabardina y su paraguas, y que, incluso, en un momento de la cinta, se ve proyectado en carne y hueso en la pantalla de un cine donde están poniendo la película «Mi tío», una de sus obras maestras. La historia de «El ilusionista» es chaplinesca en su mirada al circo, al mundo del espectáculo, a la niña que le hace recuperar unas briznas de ilusión..., aunque en este último punto, la relación tan melancólica y fascinada entre el mago y la niña tiene más el aroma cristalino, limpio y tristón a lo Buster Keaton tanto en su desarrollo como en su evaporación. «El ilusionista» es una pompa llena de una emotividad silenciosa y de unos maravillosos fondos visuales que representan París o Dublin, con un dibujo tan artesanal como una mayonesa casera y con una vocación tan «clara», que se unta en el ojo con sumo agrado. Es un visto y no visto, como la mano del mago.

«Nader y simin, una separación»

POR J. CORTIJO

Hasta hace unos años, la mayor garantía de una película iraní era, precisamente, parecer iraní. Una perogrullada como otra cualquiera que Asghar Farhadi, el Ozu persa, lleva cargándose con filmes como éste que lanza guiños musísticos a«La familia Savages», «Kramer contra Kramer» o el drama al dente de Moretti (magistral Sareh Bayat) sin que aparezca ninguna niña que acaba de perder sus zapatos de segundo pie. Todo, gracias a una historia demoledora y concéntrica a partir de una anécdota (una mujer embarazada pierde a su hijo al ser empujada escaleras abajo por un pobre hombre desbordado) que vuelve del revés algunos tópicos y miserias universalísimos. El final, de los de nudo en la garganta y pinzamiento en el alma.

«Las razones del corazón»

POR E. R. M.

Una casa cada vez más degradada y sucia, oprimida en el interior de un edificio desvencijado, es la piel externa de esta película y la interna de sus personajes, en especial, el de ella, una mujer atravesada por una pasión perniciosa por el músico del ático, mientras en su escenario vital, su casa, su hija ignorada y su marido accesorio actúan como un pesario en el arrebato incontrolable y fatal de la mujer. Lo de menos es que en la mujer a contrapelo se huela la desesperación de Emma Bovary, lo esencial es el modo con el que Arturo Ripstein disfraza la tragedia de melodrama: un texto prodigioso, envenenado, como siempre, de su guionista de cabecera, Paz Alicia Garciadiego; unas interpretaciones a degüello, impúdicas, y especialmente la de Arcelia Ramírez; una puesta en escena sudorosa, cartujana, mugrienta en lo visual y en lo otro, que estruja a esos personajes que la cámara se resiste a soltar con una obsesión también impúdica por convertir en secuencia el plano. En fin, Ripstein tiene un universo, es rugoso y oscuro y en él se incrustan sus películas: ésta, como todas, no renuncia a precipitarse por el abismo (el exceso es equilibrio y armonía en el director mexicano), y esta Emma desgreñada se amotina ante las convenciones del amor, se atrinchera en ese lugar sin sitio al que le lleva su legítimo y trágico «bovarysmo».

«Crazy, stupid, love»

POR FEDERICO MARÍN BELLÓN

Los directores de «Phillip Morris ¡Te quiero!» vuelven a plantear una comedia romántica extraña y anticlimática. O dicho de otro modo, original e inteligente. También es más comercial. O dicho de otra forma, menos valiente. Steve Carell, que ya es un actor como la copa de un baobab, da un recital como el marido engañado y abandonado (por Julianne Moore) que acaba en manos de Ryan Gosling, quien consigue el milagro de convertir a un playmobil en un playboy. El mérito, claro, no es del convicente Pigmalión, sino de un Carell capaz de mostrar cualquier rostro y registro, más en la línea de Jack Lemmon que de Jim Carrey. Con esta premisa y un banquillo galáctico (Marisa Tomei y Kevin Bacon calientan para la segunda parte), Ficarra y Recua no terminan de cuajar una obra redonda. No queda claro si su aire minoritario es deliberado o un accidente

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