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Isaki Lacuesta y el membrillo de Miquel Barceló

El cineasta español presentó en el festival de San Sebastián«Los pasos dobles»

Isaki Lacuesta y el membrillo de Miquel Barceló REUTERS

E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

Las primeras líneas de la historia son apasionantes: un pintor, François Augiéras, encontró un búnker en el desierto africano e hizo en él su gran obra (una especie, se dice, de Capilla Sixtina perdida entre la arena, que acabaría enterrada por completo); y las primeras impresiones, también: un pintor, Miquel Barceló, que se suele perder entre los riscos y cuevas de un lugar inenarrable en Mali e inspirarse allí de los paisajes y sucesos más insólitos, como lo huecos que trazan las termitas en el corazón de sus lienzos… La idea de la película de Isaki Lacuesta, «Los pasos dobles», que compite por la Concha de Oro, es encontrar el rastro del francés Augiéras y de sus frescos, pero, al tiempo, encontrar «el secreto» del arte y del artista.

Según restriega Lacuesta en su lienzo, siempre dudoso entre lo documental y lo construido de ficción, hay una cosa única en el mundo que al compartirla se destruye, y ese algo es «el secreto»; por lo que hay que deducir que, al no querer destruir ese «secreto» del arte de Augiéras o de Barceló, prefiere no compartirlo, y dedica «Los pasos dobles» a un circunloquio de relatos alusivos o ilusorios, una completa digresión sobre la búsqueda y el encuentro con apariencia de historietas entrelazadas y con un interés muy, pero que muy relativo; con lo que, sí, los pasos serán dobles, aunque no nos acerquen realmente a ningún lado previsto o deseado, y se nos quede muy lejos «la capilla sixtina» y el propio Augiéras, y ni siquiera nos permita sentarnos un rato junto a Miquel Barceló y disfrutar con lo que ve allí y con lo que hace. No digo yo que «el secreto» no sea algo que si se comparte se destruye; pero sí diré que no es lo único: la soledad tampoco es fácil de compartir sin destruirla o modificarla. De todos modos, sea el secreto o la soledad lo que nos escabulle Lacuesta, con las aproximaciones de la cámara al hecho artístico (y mayormente pintura) siempre queda la coartada de que lo que se quería atrapar es la incapacidad, la frustración, como López y el membrillo.

Aunque aquí el único membrillo es el que fuera a ver «Shame», la perla de Zabaltegui que tanto asombró en el reciente Festival de Venecia, y se creyera que era una película fácil o cómoda. En una sala rebosante y en la que no se movió en hora y media ni una pestaña, la película de Steve McQueen (no aquél, sino éste) te da un cursillo acelerado de rechazo al sexo mediante la descripción de su personaje protagonista, un adicto a su cara oculta, un tipo que se monta una fiesta en cualquier momento y lugar siempre y cuando tenga las suficientes dosis de sordidez o de «shame». Después de ver en acción a Michael Fassbender uno mira el recital y el colorido de pinchos en las barras de los bares de aquí como si fueran un soso currusco de pan.

Pero la otra película del día a competición era «The deep blue sea», firmada por el exquisito cineasta británico Terence Davis, un melodrama en estado puro centrado en la pasión de una mujer casada por otro hombre. Davis comparte el olor teatral de la historia (es una obra de Terence Rattigan) con su habitual recurso de luces y sombras, dándole a la puesta en escena un color meloso y atemporal. La presencia de Rachel Weisz, cuya belleza encuadra magníficamente en el melodrama con tintes trágicos, le da como una especie de bonificación o de credibilidad a ese personaje distante y frío, pero tan apasionado.

En fin, que el caso es que todo el cine visto ayer sigue cabiéndole en el hueco de una muela al «madero» Santos Trinidad de la película de Urbizu.

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