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La hora del europeísmo frío

El analista José Ignacio Torreblanca propone en su libro «La fragmentación del poder europeo» (Icaria Política Exterior, 2011) una visión fresca y realista del papel de Europa en el siglo XXI

borja bergareche

Durante la primera mitad del siglo XX, Europa exportó al mundo el imperialismo, el comunismo y el fascismo. Durante la segunda mitad, unos europeos renacidos de sí mismos legaron a la Humanidad el más ambicioso proyecto de superación de traumas y cooperación supraestatal jamás visto. Tanto que, como recuerda José Ignacio Torreblanca en su certero libro, “hace menos de una década, Europa derrochaba optimismo y el siglo XXI estaba destinado a ser el siglo de Europa”. Nada más deprimente que volver la vista a aquellos años de “milagro europeo” en este verano de los mercados en que la crisis de la deuda amenaza con llevarse el euro –y la construcción europea- por delante.

El ritmo en esta obra de análisis lo marca la apabullante cadencia de datos con los que el autor, uno de los analistas internacionales más rigurosos de nuestro país, describe el mundo en el que vivimos y el lugar que ocupa en él Europa: un nano-continente en un siglo que, al final, “será asiático”. Pero la descripción analítica va destilando poco a poco a una sugerente y práctica propuesta de europeísmo frío que evita, por un lado, los improductivos tópicos al uso sobre el declive de la UE y, por otro, la estéril melancolía del europeísmo federalista de generaciones anteriores.

El punto de partida de la creencia europea –en términos orteguianos- que se nos propone es la asunción sin complejos ni flagelos de que el poder europeo ha dado paso al liderazgo de otras potencias. Una transición “imperial”, hacia EE.UU. más que hacia Oriente, que, como raras veces ocurre, ha discurrido de forma pacífica. Sus parámetros son los de la escuela realista de las relaciones internacionales: los 500 millones de europeos viven en un mundo en el que el consenso liberal de posguerra ha dado paso a los consensos de rostro capitalista y contornos autoritarios “de Putin” o “de Pekín”. Un panorama en el que, frente al derrotismo imperante, el autor destaca las enormes debilidades internas de estas nuevas potencias emergentes y, sobre todo, un obvio, aunque a menudo olvidado, “brote azul”: visto con perspectiva histórica, los llamados valores europeos son más universales que nunca. Y la UE, si evita caer en la tentación “declivista” de la introspección, puede ser todavía una fuerza motora –que no directora- en un mundo en transformación.

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