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Haití, la isla de los famosos

Recorremos el país con Boris Becker. Estrellas del deporte, el cine y la canción toman el relevo de los políticos y las ONG

lee celano

ANNA GRAU

Se llama Rudy, o algo que suena por el estilo en un inglés que mucho recuerda al que hablan los negros de Nueva Orleans. Pero esto es Miami. Aquí Rudy se gana la vida trabajando de chófer. Cuando le decimos que vamos de paso hacia Haití, levanta una ceja y pregunta por qué.

Al oír que nuestra visita tiene que ver con la reconstrucción de una escuela de fútbol destruida por el terremoto, se emociona y suelta un «¡gracias!» lleno de sentimiento. Resulta que Rudy es de Haití. Emigró hace treinta años y si de él depende no volverá jamás. «Aquello es un desastre, un desastre…» , se lamenta con convicción. Y con una tristeza grande como el océano.

Nos acordaremos mucho de Rudy y de su dignidad triste en cuanto el avión de American Airlines nos escupa en el aeropuerto internacional de Haití, que se llama Toussaint-Louverture en honor del dirigente de la revolución haitiana al que Napoleón dejó morir de neumonía en una gélida mazmorra francesa. En cambio el aeropuerto que lleva su nombre arde. El calor tensa el cielo azul como una vena a punto de estallar. Por todas partes hay colas y tapones de gente que no se destapan fácilmente sin propina. La mítica corrupción del país, que es una de las causas de que miles de millones de ayuda humanitaria no lleguen a ninguna parte, muestra su cara más sórdida desde el minuto cero.

Sin embargo para nosotros se van a abrir las aguas del mar Rojo: alguien ha reconocido al gigante rubio con vaqueros y gafas de sol que le saca dos cabezas a todo el resto de nuestra comitiva. Es Boris Becker. Un funcionario haitiano aficionado al tenis le pide arrobado un autógrafo y nos cruza a través de los controles a la (relativa) velocidad del rayo.

Más tarde Becker nos contará que visitó Haití por primera vez a principios de los 90 para participar en un torneo de exhibición y tuvo que ser rescatado por el embajador alemán en persona en su coche, en plena ensalada de tiros entre partidarios y detractores del entonces gobernante Baby Doc Duvalier. «Elegiste un mal momento para conocer Haití», le explicó el embajador al campeón.

Veinte años después, Baby Doc Duvalier ha vuelto a Haití (regresó por sorpresa en abril pasado) y otro tanto ha hecho Boris Becker. Al parecer salió de aquella experiencia bastante tocado. Bastante conmovido. «Tienes que ver Cité du Soleil, tienes que darte cuenta de cómo es aquello» , le dice a su segunda esposa, la modelo holandesa Sharlely Becker, que viaja junto a él con sus bellos y expresivos ojos muy abiertos.

Boris y Sharlely forman una pareja muy atractiva y tremendamente fashion. A primera vista cuesta imaginárselos en Cité du Soleil, cuartel general de una miseria y de una violencia inenarrables que se remontan a mucho antes del terremoto. La inhumanidad allí es total. Para los expertos Cité du Soleil constituye no solo una vergüenza, sino un aviso. ¿De qué? Pues de aquello en que pueden llegar a convertirse los campamentos improvisados para los más de dos millones de desplazados por el seísmo. Infiernos a cielo abierto donde Human Rights Watch estima que hay 300.000 mujeres que son víctimas cotidianas de la violación, la prostitución como único camino para comer o las muchas adolescentes embarazadas que dan a luz sin la más elemental atención médica.

Transformación por el deporte

Boris Becker no se molesta en absoluto cuando le preguntamos qué hace en un sitio como este un chico como él, con la fama que ha llegado a tener de juerguista y de frívolo... Se lo toma con una tranquilidad que le honra: «A lo mejor es más fácil conocerme de verdad aquí en Haití que en las portadas de las revistas». Y nos acaba de romper el servicio con la siguiente reflexión: «Es importante que aquí venga alguien totalmente libre de sospecha. Yo no he venido a Haití para ganar dinero, porque ya lo tengo; ni para hacerme famoso, porque ya lo soy, ni para ganar unas elecciones, porque no me presento a ellas».

Becker ha venido a Haití en su calidad de patrono de la Fundación Laureus, cuya sede central está en Londres, pero tiene ramificaciones en España, Italia, Alemania, Francia, Suiza, Holanda, Argentina, Sudáfrica y Estados Unidos. Aparte de entregar unos premios a la excelencia deportiva de prestigio mundial, promueve la transformación social por el deporte. Por ejemplo, financiando escuelas de fútbol en Kenia con la idea de que devengan matrices de habilidades colectivas imposibles o muy difíciles de desarrollar en sociedades tan carentes de estructura. Si uno aprende a jugar para el equipo, es más fácil que se acostumbre a ser ciudadano.

El proyecto en Haití es casi el mismo, con la salvedad de que Laureus no paga la reconstrucción física de la escuela de la FIFA destruida por el terremoto, sino que en cuanto esté reconstruida subvencionará programas para dar salida y oportunidad de gol a los estudiantes. Hay en estos momentos un centenar de ellos, chicos y también chicas adolescentes. Unos van y vienen cada día de sus comunidades de origen, otros permanecen en la escuela recibiendo formación escolar además de deportiva, y viviendo en régimen de internado.

Niños pulcros y alimentados

Este detalle es importante. En la escuela comen caliente tres veces al día (les dan pollo cuatro veces a la semana) y se les inculcan buenos hábitos de disciplina y de higiene personal. Es sangrante el contraste entre estos chicos y chicas que nos reciben pulcramente aseados y equipados para jugar al fútbol y los que hemos visto pateando latas en los suburbios de Puerto Príncipe. ¿Son conscientes estos chavales de la suerte que tienen? ¿Es sincera su pasión por el fútbol? En un primer momento sus caras resultan tan inescrutables como la lengua que hablan, el creole, una especie de francés transcrito fonéticamente. Nos miran a todos como si fuéramos ministros de algo. Es decir, elementos de cuidado ante los que es mejor no soltar prenda.

Hasta que ven a Boris Becker. Y se repite el fenómeno de resquebrajamiento mágico de la desconfianza al que ya asistimos en el aeropuerto. El legendario campeón de tenis primero juega apasionadamente a fútbol con los alumnos de la escuela (se lanza tras la pelota hasta su mujer), y luego echa horas hablando con ellos y comprobando que el sueño de la mayoría de los presentes es llegar a ser un día como Iker Casillas, Messi o Cristiano Ronaldo. Desde luego, el pabellón de la Liga española no puede estar más alto en Haití.

«Si vuestro sueño es lo suficientemente grande, y si trabajáis lo suficientemente duro, lo conseguiréis», les promete Boris Becker. «Pero usted sabe que eso sencillamente no es verdad», le pedimos cuentas nosotros al poco rato, «¿por qué les engaña?». A Becker se le encienden unos inauditos ojos infantiles cuando defiende las virtudes terapéuticas y hasta competitivas de la utopía: «Soñar no es malo, soñar les hará luchar, les hará ser mejores, ser capaces de romper el cerco… y cuando lo hayan roto ya serán libres». Parece Prometeo bajando a la Tierra el fuego de los dioses, prendiendo la primera llama de ilusión que se ve en esta isla en mucho tiempo. Y eso sí que no se paga con dinero.

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