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España: tres años de derrumbe

Lo peor de la crisis es el deterioro de la confianza de los ciudadanos, de las expectativas y la incapacidad institucional. Zapatero se aferra al mito de «la ciudad alegre y confiada», pero se extiende el miedo, el paro y la deuda

España: tres años de derrumbe

FERNANDO G. URBANEJA

Al comenzar este verano, el PIB español vuelve a la cota que alcanzó cinco años atrás, en verano de 2006. Cuatro años de crisis son años perdidos desde el punto de vista del crecimiento, con costes sociales muy apreciables, ya que el reparto de la crisis es muy desigual. Desde 2006 a 2011, la población residente en España ha crecido en dos millones de personas —de 45 a 47 millones—, de manera que la renta por persona ha disminuido en cuatro años un 5 por ciento: un retroceso sin precedentes, desconocido para las actuales generaciones.

Un empobrecimiento que explica otro fenómeno decepcionante: la pérdida de expectativas, la desesperanza de buena parte de los ciudadanos, que piensan que lo que viene no será mejor; y además se percibe la carencia de diagnóstico y de propuestas por parte del gobierno. Todo lo cual complica la salida de la crisis.

Con una perspectiva ampliada, la situación es aún más decepcionante. La sociedad española protagonizó durante el último medio siglo, desde 1958, una de las historias de éxito más interesantes de la historia reciente, tanto desde el punto de vista político —salida pacífica de un régimen dictatorial y una guerra civil—, económico —crecimiento anual de más del 3 por ciento acumulado del PIB— y social —ciudadanos más libres y solidarios que nunca—.

Una historia de éxito que devolvió a España la hora de Europa —ese fue el gran objetivo de la transición—, Pero que a partir del 2008, esa España se dio de bruces con una crisis más profunda y más intensa que la que sufren los demás países europeos y que solo es comparable con la que padecen los otros europeos del sur —Grecia, Italia y Portugal—.

Las cifras

Para traducir en hechos la crisis, el más relevante se refleja en el empleo, medido por cualquiera de sus variantes. La más lacerante es la cifra de parados: de 1,76 millones de personas desempleadas en verano de 2007, cuando empezó el declive, a casi cinco millones ahora. Añadir 3,2 millones de parados significa desperdiciar buena parte de la capacidad productiva del país a lo largo de la crisis, el 20 por ciento de la potencia laboral no utilizada.

Visto desde otra perspectiva, la de las personas con empleo, el dato es menos espectacular pero igual de desolador: de 20,5 millones de empleos en el verano del 2007 pasamos a 18,3 ahora, que significan 2,2 millones de puestos de trabajo —con sus nóminas, cotizaciones y retenciones fiscales— desaparecidos .

Datos similares registra la afiliación a la Seguridad Social y sus cotizaciones y, en sentido contrario, el número de personas acogidas al subsidio de paro, que de una financiación ortodoxa, con cotizaciones, del orden 15.000 millones de euros al año, para 1,5 millones de personas (2008) ha pasado a otra que requiere créditos presupuestarios y que cuesta más de 30.000 millones de euros a favor de 2,7 millones de personas. Y además otros 8.000 millones para políticas activas de empleo que no consiguen sostener la ocupación.

Para rematar este sombrío panorama del empleo otro dato preocupante: casi medio millón de personas —el dato crece cada mes— han agotado el plazo de su subsidio de paro y tienen que acogerse a subvenciones extraordinarias de subsistencia, a la ayuda familiar o al socorro de Cáritas y organizaciones similares, que han multiplicado su acción social de último recurso.

El diputado Durán i Lleida utiliza en estos días la palabra «ruina» para resumir el estado de la economía española, que puede parecer excesivo a algunos, pero que se ajusta bastante bien al significado que otorga la Real Academia Española a esa voz: «Pérdida grande de los bienes de fortuna» o «destrozo, perdición, decadencia y caimiento de una persona, familia, comunidad o Estado».

No hay precedentes —salvo guerras o catástrofes— para un fenómeno semejante de empobrecimiento relativo de los españoles. La actual es la recesión más intensa, más profunda y más extensa en el tiempo de la historia reciente de España, en la que caben comparaciones mínimamente significativas.

La destrucción de empleo que esta crisis ha provocado en España no tiene comparación con la conocida en otras economías del euro o de otros países del mundo, incluso con mayores retrocesos de su PIB. Un hecho que, sorprendentemente, no ha llevado a acelerar la urgente reforma de un modelo laboral agotado, destructivo, pero que cuenta con una articulada trama de intereses para sostenerlo, incluidos los sindicatos. Una trama de intereses y además la miopía o cobardía —tanto da— de un Gobierno incompetente e incapaz de hacer frente al principal problema de los españoles.

El origen

Las raíces de esta crisis, a la que a nivel global llaman la Gran Recesión, —que tiene causas externas e internas, que empezó el verano del 2007 y que ahora amenaza con una recaída— tienen que ver con excesos financieros que han llevado a un desmedido endeudamiento público y privado, que resulta insoportable y obliga a recortes de gasto y ajustes en las familias, en las empresas, pero también en las cuentas públicas .

En el caso español esas raíces tienen que ver con la insuficiencia del ahorro local para financiar el crecimiento de varias décadas, fenómeno recurrente en la historia de España, que también está en el origen de recesiones anteriores, pero ahora más agudizado y crítico.

El año de la sima de la crisis, 2009, cuando el PIB retrocedió en España el 3,7 por ciento (en la Europa del euro la caída fue del 4,15), el déficit público alcanzó el 11 por ciento del PIB (el doble del registrado en la zona euro) y deterioró la reputación del Reino de España en los mercados internacionales, condujo a una degradación de las calificaciones y a un encarecimiento del servicio de la deuda. Y ese espectacular déficit tiene un responsable destacado: el Gobierno , encabezado por su presidente, que se negó a aceptar la crisis, a anticiparse a sus efectos, y mantuvo una política de gasto, de cheques, que en vez de actuar contra el ciclo sirvió para acelerar la caída.

Un déficit insostenible

A lo anterior hay que añadir un severo quebranto de la balanza de pagos, con un déficit exterior que alcanzó el 10 por ciento del PIB el 2009: el mayor del mundo, comparable solo a los de Estados Unidos y Gran Bretaña, que son economías con otras capacidades y recursos.

Ambos déficits y otros factores internos —desgravaciones— y externos —tipos de interés muy baratos— crearon la burbuja inmobiliaria que engordó el crecimiento durante la primera mitad de la década pero también la recesión en la segunda. Ni el gobierno, ni el banco de España retiraron el ponche de la fiesta de un crecimiento desaforado, y a la hora de pagar las rondas no hay suficiente y hay que seguir tomando préstanos, ahora en circunstancias mucho más complicadas.

España protagonizó un proceso extraordinario entre 1958 y 2008, cincuenta años de crecimiento que se traducen en un avance del 3,7 por ciento al 9,4 por ciento de peso específico sobre el PIB de las economías de los países del euro, pero los tres años siguientes, (2009-2011) son de retroceso, con pérdida de posición y de expectativas.

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