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Columnas / UNA RAYA EN EL AGUA

Vidas ejemplares

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A día de hoy Camps y Curbelo continúan en sus cargos pero la presión sobre uno y otro es francamente desigual

Día 17/07/2011

PARA demostrar el avasallador doble rasero con que se mide la conducta en la política española basta mirar el caso del senador Curbelo y compararlo con el del presidente Camps. Hay un factor común en ambos pese a su aparente alejamiento, y es la hemiplejía sectaria, el apretado cierre de filas que PSOE y PP han decretado en torno a sus nada ejemplares correligionarios. La abrumadora diferencia reside en la atención de la opinión pública sobre uno y otro, así como en el énfasis crítico del partido adversario. La consideración sobre la gravedad de los hechos pertenece desde luego al ámbito moral. Juzguen ustedes mismos.

Caso Camps: un presidente autonómico del PP se dejó regalar unos trajes por un grupo de empresarios corruptos y ha sido procesado por cohecho impropio. Caso Curbelo: un senador socialista se resistió a patadas al ser detenido por provocar borracho destrozos en una sauna de putas —a la que había acudido ¡con su hijo!— , invocando su inmunidad parlamentaria entre insultos soeces y racistas a las fuerzas del orden. A la hora presente ambos niegan los hechos y permanecen aferrados a sus respectivos cargos. Pero mientras el procesamiento de Camps ocupa primeras planas, editoriales, tertulias y minutos de apertura en los telediarios, al tiempo que la plana mayor del PSOE exige su renuncia en declaraciones altisonantes, el escándalo del representante canario apenas es materia de páginas interiores sin que la oposición haya alzado la voz, como si el carácter escabroso de su peripecia fuese objeto de una cierta piedad política e informativa.

A nadie se le escapan los ribetes de morbo, sensacionalismo y reprobación que alcanzaría un suceso así de tener como sujeto a un parlamentario de la derecha. Los detalles más truculentos aparecerían hasta en programas del corazón y es probable que hubiésemos leído u oído declaraciones de las masajistas. La dirección popular tendría que hacer frente a un juicio moral global sobre la hipocresía de sus miembros, los socialistas cargarían en tromba con feroz disciplina de grupo y el feminismo oficial emplumaría sin misericordia al putero. Lo sorprendente del caso real, sin embargo, no es tanto la clemencia periodística sino la inusual, silenciosa, casi solidaria benignidad de los adversarios políticos, inclinados a tratar el asunto como un incidente de índole privada que degradase más a quien lo critica que a quien lo motiva.

El manto de protección corporativa extendido por los dos grandes partidos sobre sus dirigentes en entredicho es, por desgracia, una constante demasiado habitual y conocida en nuestra escena política. Quizá lo novedoso de este episodio comparado está en la asunción por parte de la derecha de la doble medida de la ejemplaridad pública. La conclusión más plausible, aparte de la deplorable falta de asunción de responsabilidades, sería la de que cada cual tiene el trato que se merece.

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