Columnas

Columnas / AD LIBITUM

No acaba de pasar

Compartir

Es necesario, para el bien de la democracia, que las televisiones públicas desaparezcan

Día 09/07/2011

Alberto Oliart ha sido, en su cargo de presidente de RTVE, como un cuadro de Piet Mondrian. Abstracto. Mucha estética y argumento escaso. De no ser por su coste elefantiásico se acercaría al vacío absoluto. Era algo previsible, y segura y malvadamente también previsto, cuando el consenso entre el PSOE y el PP le nombró presidente de la corporación pública en noviembre de 2009. Los acuerdos entre los dos grandes partidos nacionales que parten de las mayorías reforzadas como garantía pluralista son siempre una chapuza, un engendro. A una de las partes, la dominante, le conviene un hombre activo y próximo, y a la otra, la instalada en la oposición, un santón con vocación de rémora y freno. Así sale lo que sale.

Ahora, al dimitir, Oliart ha puesto en evidencia a sus mentores. ¿Qué razones pudieron potenciar su figura hace veinte meses? Un octogenario retirado, consagrado a la actividad agropecuaria en Extremadura y que, en su pasado anterior, nunca alcanzó los dos años en sus cargos más relevantes —ministro de Industria y Sanidad con Suárez y de Defensa con Calvo Sotelo—, buen jurista y dudoso bancario, ¿da el perfil que requiere una empresa pública como RTVE? Lo más sorprendente en tan delirante designación fue que el interesado aceptara el nombramiento. Siendo, como es, un hombre de formación y experiencia, tenía que saber lo que le esperaba al frente de un Consejo de Administración integrado por paniaguados de cuota y canonjía, militantes o devotos que reproducen la proporcionalidad parlamentaria.

Asegura el maestro Manuel Alcántara, filósofo de guardia y poeta voluntario, que lo peor que nos pasa es que no acaba de pasar. Así es en verdad. RTVE es una muestra palpable de la doctrina Alcántara. «Lo que nunca muere», como el serial radiofónico de Luisa Alberca y Guillermo Sautier Casaseca. Y es necesario, para el bien de la democracia, el progreso de la información independiente, la normalización del mercado y la evitación del despilfarro nacional que las televisiones públicas desaparezcan. No tienen razón de ser. Constituyen un anacronismo, como las radios, que arranca de sus maléficos efectos propagandísticos en la Segunda Gran Guerra que volvieron audiovisualmente desconfiado al Viejo Continente. ¿Admitiríamos desde la exigencia democrática la existencia de una prensa del Estado? Carecen de sentido las piruetas del consenso que, para neutralizar los efectos de una televisión que nos cuesta 2.000 millones anuales, lleva a los grandes partidos a nombramientos como el de Oliart. Menos abstracción y más realismo. El modelo es el de Goya en Saturno devorando a un hijo.

  • Compartir

publicidad

Copyright © ABC Periódico Electrónico S.L.U.