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corrococos

«Homo tabletensis»

obdulio jovaní

CRÉDULOS a boca babosa, en corro asambleario con incrédulos a boca de ganso, ociosos unos, desocupados otros, aprovechones los más, justicieros todos, indignados por generación espontánea, han sentado plaza aquí y allá, a modo de rastros cívicos, de zocos políticos, quintanas seráficas, arengarios civiles, púlpitos apostólicos, que si fue que si vino, que si patatín que si patatán, que si seguimos que si nos vamos... hasta que los alguacilillos han empezado ya el despeje de cosos.

En su impostada indignación pasan de la derechona diestra a la izquierda siniestra —en esta muy de largo—, acusicas también del centro, recurso cartográfico donde tantos amontonan prejuicios y sambenitos, porque aquí y allá y acullá medran «políticos» de moral laxa y mano larga, que se arrepanchigan en sillones de relax, sea en despachos, sea en hemiciclos legislativos, no como en Londres, donde los lores se aculan en bancos corridos, sin ujier que les suba y baje agua mineral... y sin rellenar autodefinidos a hurtadillas; y sin tiempo tasado para preguntas y repuestas, con lo que tantas veces se les hacen las tantas...

Me contó una anécdota un amigo. Pásate por tal Dirección General y entrégale esta carta, le encargó otro, llevo cuatro escritas y sin respuesta. Me dijeron en el Ministerio que el Señor Director General recibía a las doce. Volví, el conserje me acercó a su despacho. Estaba la puerta entreabierta, el Señor Director General, con las piernas estiradas debajo de la mesa, leía plácidamente el periódico. Di dos golpes en la puerta y pedí: ¿Da usted su permiso? ¡Mas bien no! fue su respuesta. De todos modos entré, me puse frente a él, ajeno a mi presencia, y le dije: ¡Se lee en el Deuteronomio que cuando alguien te muestre su orgullo, recuérdale que él y tú seréis comidos por los mismos gusanos! Se levantó como un autómata, me pidió perdón y me atendió, largamente. ¿Costaría mucho que el Ministerio de Cultura regalara un ejemplar del Deuteronomio a cada político? Sólo a los que sepan leer, claro... Dicen en mi pueblo que para ser alguacil hay que saber leer, escribir y las cuatro reglas; para ser alcalde no se necesita ni eso... de forma que puede serlo hasta el tonto del pueblo. Porque cuando son retirados de uso, les llevan a centros de acogimieno, conservándoles en formol pecuniario, sea en el Consell Valencià de Cultura, sea en el Consell Jurídic Consultiu, sea en la Academia Valenciana de la Lengua, que son como pudrideros para eméritos.

A alguno como Joan Tardà —«tardío», en lengua central— deberían devolverlo a la escuelita de párvulos, donde aprendiera que «genocidas lingüísticos» —de lo que nos acusa a muchos valencianos— los hay a millones en su pueblo, allá donde insistían en apellidarme «Jubany» y no «Jovaní», entre otras muchas cosas, allá donde tienen por patria bonos de altos intereses...

Ahora estamos atrapados cual ingenuas palomas torcaces por las «redes sociales», previamente encelados por el «progreso», del que dirá Laurence J. Peter —el de los principios de Peter— que no es otra cosa que «el trueque de una pejiguera por otra pejiguera». Del internet al móvil, del Google al Youtube, del Twitter al Facebook, del iPAD al iPOD —de Herodes a Pilatos, de Pilatos a Herodes—en lo que algún sociólogo llamó ya la «era de los artilugios». Y con el último, la «tableta» que lo hace todo, nos llamó: «Homo Tabletensis».

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