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La muerte convertida en espectáculo es un síntoma evidente de una generalizada corrupción ética y estética

Día 18/06/2011

EN uno de mis tránsitos callejeros por el Madrid mesocrático en el que compiten la suciedad horizontal de las basuras con la vertical del graffiti, me asaltan dos muchachitas de tatuaje y piercing—contemporáneas— para que sume mi nombre a un pretendido manifiesto a favor de la eutanasia y de la muerte digna. ¿Tan mala cara me ven ustedes?, les pregunté. No, me respondieron con la sonoridad sincronizada y el estilo antiguo del Dúo Pimpinela; es que más vale prevenir que curar. Gran sistema asistencial es ese en el que, para evitar males mayores, te privan de la mínima y última esperanza de seguir viviendo. A mayor abundamiento, las jovencitas invocaron la ejemplaridad de la BBC y su reciente —e indignante— transmisión del suicidio asistido del empresario hostelero Peter Smedley.

El debate sobre la eutanasia y su colección de eufemismos embellecedores tiene escaso recorrido para quienes, sin recurrir a argumentos confesionales, anteponemos el derecho a la vida a cualquier otro y, además, sospechamos con cierto fundamento que cualquier circunstancia vital, por adversa y dolorosa que parezca, tiene añadidos sus gozos específicos y reparadores. Lo que resulta nuevo es que un argumento para defender el suicidio asistido, un negocio en auge para el turismo helvético, resida en el hecho de una trasgresión ética, pretendidamente informativa, en una televisión que, como la BBC, es de titularidad pública y tiene como justificación el servicio a los ciudadanos que la financian a través de una tasa específica de obligada aportación.

Aquello tan pragmático y tan grosero de que «el muerto, al hoyo y el vivo, al bollo» ha pasado a ser un manual de conducta internacional. Ha perdido su españolísima esencia y, en aras de la globalización, justifica como función propia del Estado en el Reino Unido la divulgación pública, con cargo al Presupuesto, de los métodos posibles para el mutis definitivo de los ciudadanos. La muerte convertida en espectáculo es un síntoma evidente de una generalizada corrupción ética y estética que, si no hemos perdido la sensibilidad, constituye todo un clarín anunciador de lo que nos espera. Nunca habían utilizado la eutanasia, su propaganda, como elemento en contra de la existencia, independientemente ya de sus contenidos, en las televisiones públicas; pero es, por mortuorio, un argumento total que exige respuestas igualmente drásticas y rotundas. La BBC, durante décadas pionera y modelo, ha sido capaz de convertir en «culturales» programas como La Noriay otros engendros equivalentes. ¿Tiene algún sentido, ya en el XXI, la existencia de televisiones públicas?

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