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Manolo Otero y su discreta vida brasileña

Manolo Otero y su discreta vida brasileña

VERÓNICA GOYZUETA

Una vida lejos de los flashes y de los reflectores que le iluminaron casi toda la vida. Manolo Otero vivía discretamente, retirado en una casa de campo en Indaiatuba, a 80 kilómetros de São Paulo, rodeado por perros y papagayos. «Si pudiese tendría un zoológico», solía decir. Con el pasar del tiempo Manolo había decidido estar más cerca de los animales que de las personas, tanto que cambiaba la palabra «bestialidad» por «humanidad» para definir la crueldad de los hombres. «Los animales no son capaces de hacer las cosas que hacen los humanos», decía.

Rodeado por cuatro perros, pájaros y aves exóticas, Otero tenía una predilección por su loro Guillermo, que al contrario que él, no soportaba a las mujeres, con excepción de su madre. El celoso Guillermo cantaba el himno del Real Madrid y le llenaba de orgullo cuando recibía visitas.

Desde esa casa, a la que llegó en el año 2001, Otero sólo salía para ir a Madrid, a encontrar a su hijo Manolo y a su madre, que falleció en diciembre, y para cantar en giras por Sudamérica y por el interior de Brasil marcadas por su esposa y agente, la brasileña Celeste Ferreira, muchas veces benéficas. «Vivo más en aeropuertos y aviones», bromeaba. Por donde pasaba, delgado, elegante y seductor, Manolo Otero arrancaba aplausos entre un público de nostálgicos de sus antiguos éxitos.

«Era muy carismático, a veces incluso si estaba con gripe o cansado, recibía a mucha gente que quería una foto o un autógrafo», comenta el músico brasileño Felipe Ávila, que lo recuerda también como un gran jugador de ajedrez y un admirador cautivo de Elvis Presley.

Los otros deleites de Manolo en Brasil eran la lectura y los puros, que sólo podían ser Cohiba, Montecristo y los Álvaro, de Canarias. «La buena vida depende de un café, una copa y un puro», era su lema. La muerte de Manolo Otero fue una sorpresa incluso para los brasileños. Muchos ni sabían que el cantante vivía en Brasil.

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