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«Las bodas de Fígaro»: Aromas mozartinos

«Las bodas de Fígaro»: Aromas mozartinos ABC

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Hay óperas que entran por los ojos, algunas por el oído; incluso las hay que necesitan del olfato. «Las bodas de Fígaro » es una de ellas. Porque el conjunto es un perfume de atractiva complejidad, en el que cada uno de los componentes que lo forman adquiere todo su esplendor cuando reacciona en cercanía con los demás. De nuevo, tiene razón el clásico al escribir sobre el alma del mundo y su armonía conseguida a fuerza de conjunción. Hace tiempo lo dijo Platón en su «Timeo» para luego remarcarlo, más cerca, Da Ponte y Mozart con sus «Bodas». Bonita tradición.

Hay que entender que ellos eran gente noble, capaces de imaginar un mundo de equilibrios en el que no debería tener sitio la perturbación. Pero, he aquí, que las pérfidas circunstancias también imponen sus reglas desbaratando ilusiones tan grandes como la vuelta al Teatro Real de esta ópera impecable que ayer tuvo su primera representación. Efectivamente, conjunción es la palabra exacta, de observar el foso donde Víctor Pablo Pérez deja escapar por entre los dedos una música que a duras penas se mantiene en tensión. Quizá fuera el día, quizá el momento, pero sonó a declaración de principios la desleída obertura, de sonoridad poco depurada y planos sin definición. Luego vendría la precipitación en algún acompañamiento y un espíritu alicaído en los concertantes para menoscabo del coro y de un reparto de compleja naturaleza.

Sabido es que la tiene Cherubino con su fama de pícaro, pero no está bien que Alessandra Marianelli lo explique con un canto tramposeado y a veces sin afinación. Porque el carácter es una cosa y la apariencia otra, por mucho que en ocasiones vayan a la par. Por ejemplo, sería deseable que Annettte Dasch y Nathan Gunn, Condesa y Conde, cantasen con mayor aristocracia y autoridad porque hacerlo de forma alicorta y poco rotunda acaba por ser un gesto demasiado plebeyo. Y para ello ya están Figaro y Susanna, Pietro Spagnoli y Aleksandra Kurzak, en quienes, paradójicamente, se apreciaron detalles nobles aun siendo escasa su contribución.

Con estos mimbres se teje una producción que se repone en el Real tras el estreno en 2009. Los aficionados saben que la firma Emilio Sagi, curtido en mil batallas y locuras pero que aquí quiso recordar al clásico poniéndole a las «Bodas» un traje teñido de elegante realismo. En su día fue una propuesta bien recibida y aún hoy ha de serlo por su humildad y atención a la sustancia de la obra desde la estancia sevillana en el Palacio del Conde Almaviva, a la matizada estancia de la Condesa, la sala de audiencias o la penumbra final en ese jardín en el que suena el agua, alumbra la luna y huele, como debe ser, dispersando por todo el teatro su perfume.

Y aún un epílogo: le gusta al Teatro Real ponerle a Mozart el nombre de Wolfgang Amadé con el fin de «filologear» con una de la variantes usadas por el autor para el Wolfgangus Theophilus que le adjudicaron en el bateo. Bien está, aunque si de lo que se trata es de llamar la atención, que parece que es lo propio, que se acuerden de la simpática afición que tenía el niño Mozart por firmar como Wolfi, Wolfgango? o Gangflow, que es un nombre mucho más guay.

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