EL Greco le ha hecho un retrato a la política española y la ha sacado más bien enfermiza y poco favorecida, con cara pálida, gesto tramposo y aspecto de estar podrida por dentro. Además de un pintor excelso cuya obra cumbre cuelga paredaña con el despacho toledano de José María Barreda, el GRECO es el acrónimo del Grupo de Estados contra la Corrupción, organismo del Consejo de Europa dedicado a analizar lo que su propio nombre indica. Por segunda vez en dos años dicho observatorio ha pintado un cuadro inquietante de las finanzas de nuestros partidos, que salen perfiladas por su lado más siniestro y borroso: gastos desmedidos, ingresos opacos, deudas galopantes, cuentas sin auditar y un sospechoso compadreo de créditos bancarios y cancelaciones dudosas. Todo ello rodeado de esperanzadoras promesas de regeneración que nunca pasan del plano de la retórica.
Nada que no supiésemos, por supuesto, pero tampoco nada que se pueda ocultar a una mirada objetiva y sin contaminar por la red de intereses que domina la partitocracia española. El informe del GRECO irrumpe de forma muy clarificadora en un debate electoral dominado por la presencia en las candidaturas autonómicas y locales de numerosos implicados en tramas corruptas, y viene a demostrar que la clase política tiene poco interés real en depurar un sistema envilecido por la falta de transparencia y un indulgente autoamparo. Los partidos son máquinas de gastar inmunes a los principios de austeridad y de igualdad de oportunidades, y utilizan el poder para un turbio tráfico de favores administrados discrecionalmente según la muy habitual ley del embudo. Chulean al Tribunal de Cuentas, se autoadjudican subvenciones, olvidan pagar los créditos y como todo dinero les parece poco recurren a intermediarios inescrupulosos para organizar mecanismos de financiación paralela. Cuando la sociedad les demanda —tímidamente, por cierto— un mínimo de decencia a sus dirigentes sólo se les ocurre pedir más fondos públicos; ni por asomo les sobreviene la posibilidad de reducir el despilfarro, de someterse a una regulación de cuotas y donaciones o de depender de sus simpatizantes a través de porcentajes del IRPF.
El origen de la corrupción está en esa codicia corporativa más que en las manos largas de algunos desaprensivos que no podrían enriquecerse sin prestar servicios a las organizaciones que de un modo u otro los amparan. Por eso la tolerancia y la renuencia a adoptar medidas regeneradoras; ni los mismos dirigentes llegan a saber hasta dónde alcanzan las responsabilidades en un sistema tan degradado. Se limitan a reprocharse mutuamente escándalos en la confianza de que los de unos compensan los de los otros. Y a tirar para adelante ocultando las miserias, aunque de vez en cuando venga un Greco y los retrate a todos juntos con las manos sucias y la sonrisa falsa.


