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Columnas / UNA RAYA EN EL AGUA

Delenda est excellentia

Cualquier iniciativa de primar el mérito debe ser anatematizada en nombre de la dictadura de los mediocres

Día 09/04/2011

EL culto a la mediocridad es una vieja tradición española que ha dado lugar a una carencia histórica de élites con proyección y pujanza. Los países que pisan fuerte en el mundo han procurado siempre dotarse de una clase dirigente formada para ejercer el liderazgo social, empresarial y político, y lo han hecho a través de instituciones docentes de alto nivel capaces de establecer una rigurosa selección de excelencia. Sea mediante el sistema privado anglosajón —la Ivy League americana, los collegesbritánicos— o el modelo público de la ENA francesa, las naciones avanzadas han forjado su hegemonía en el intangible del conocimiento, mientras España perdía siglo y medio en un marasmo de vulgaridad que enterró el sueño regeneracionista del krausismo y de Costa, que fueron los primeros en apostar —en vano—por una vanguardia intelectual que tirase del carro del progreso. La cascada de leyes educativas y planes de estudio de los últimos treinta o cuarenta años testimonia el fracaso de nuestra orientación pedagógica, que ha alcanzado con la Logse la apoteosis de la medianía: un régimen escolar que fija el rasero en el escalón más bajo del aprendizaje y penaliza o desprecia la competitividad y el mérito.

Ese espíritu anodino que identifica los valores democráticos con la vulgaridad multitudinaria ha estallado en la reacción de la izquierda oficial contra la iniciativa de Esperanza Aguirre de crear institutos-piloto para que los alumnos más brillantes y de mejores notas no sufran la rémora de una bajísima media obligatoria. Delenda est excellentia; todo intento de destacar debe ser anatematizado en nombre de la dictadura de los mediocres, disfrazada de igualitarismo. El dicterio de la segregación y el apartheidha caído de inmediato sobre un proyecto que si algo puede lograr es que la instrucción pública compita con la privada en la formación de élites. Pero nuestro progresismo de salón prefiere perpetuar el privilegio de la educación selectiva en carísimos centros particulares mientras condena la enseñanza oficial al estatus de una escuela para pobres. Huelga decir en qué colegios estudian los hijos de esa sedicente izquierda ilustrada; la solidaridad es estupenda cuando se aplica sobre los derechos de los demás.

La idea de Aguirre saldrá bien o mal según la eficacia con que se desarrolle; lo que no cabe es cuestionarla desde los principios de la justicia o del progreso porque la selección que se pretende es la del talento, no la de los recursos, y eso resulta tan justo como progresista. Se trata de darle una mejor oportunidad a los mejores, de recompensar y proyectar su esfuerzo en vez de cortarle las alas al deseo de perfeccionamiento y mejora. Eso es lo que ocurre en las aulas españolas sometidas al esquema logsiano: una rebaja sistemática del nivel medio que bajo la coartada de la integración empobrece la calidad y consagra el adocenamiento.

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