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Zapatero, gaseoso

«Se ha convertido en un ente gaseoso, ya sin forma, que irá dispersándose en los próximos meses hasta desaparecer por completo. Zapaterismo puro, todo magia, ilusionismo, prestidigitación, nigromancia. No está mintiendo. Está en su papel, metido en una realidad que nada tiene que ver con la auténtica»

POR JOSÉ MARÍA CARRASCAL

NO sé si Miguel Ángel Aguilar, licenciado en Física, estará de acuerdo conmigo en que la crisis económica cambió el estado sólido de Zapatero en líquido, y que su anuncio de retirada lo ha convertido en gaseoso. Pero si no lo está, no vamos a reñir por eso, entre otras cosas porque sabe bastante más Física que yo, que sólo estudié un curso de ella, en segundo de Náutica.

La solidez casi roqueña de Zapatero en su primer mandato provenía del desconcierto de la oposición tras la abultada derrota y de su sintonía con el electorado, al que le caía muy bien. Improvisación, labia, superficialidad, énfasis de los derechos, olvido de los deberes, leña al mono y cierta arrogancia han tenido siempre buena acogida por estos lares, y José Luís Rodríguez Zapatero poseía abundancia de todo ello. Junto con un aire izquierdista, que se da mucho incluso en la extrema derecha española sin saberlo. Si se le une una ignorancia casi universal y el presumir de saberlo todo mejor que nadie, se comprende lo bien que caía entre nosotros, montados, además, en el boom económico universal, que nos hizo creer que se ataban los perros con longanizas o poco menos. La crisis, sin embargo, le obligó a licuarse, tras un periodo nada corto en el que se empeñó en negar su existencia. Los líquidos conservan su masa de los sólidos de donde proceden, pero deben adoptar la forma del recipiente que los contiene. En el caso Zapatero, tuvo que adoptar la que le impusieron desde Bruselas, que era no ya distinta, sino opuesta a la que había tenido hasta entonces. Para alguien con principios, hubiese representado un enorme problema. No, sin embargo, para un espíritu tan leve como el suyo, que se desliza sobre la realidad sin penetrar nunca en ella. El más social de los presidentes de gobierno en democracia adoptó sin pestañear los mayores recortes sociales e incluso empezó a presumir de ellos, invocando lo que nunca había invocado: el patriotismo. No fue una caída de caballo, fue un cambio de caballo sin recato y sin aviso, como solo personas que desprecian las formas son capaces de hacer.

Y ha vuelto a hacerlo tras hundirse en las encuestas y anunciar ante los suyos su renuncia a presentarse a las próximas elecciones. Convirtiéndose en un ente gaseoso, ya sin forma, que irá dispersándose en los próximos meses hasta desaparecer por completo. Zapaterismo puro, nada en esta mano, nada en la otra, todo magia, ilusionismo, prestidigitación, nigromancia. No está mintiendo. Está en su papel, metido en otra realidad que nada tiene que ver con la auténtica. No deberá extrañarnos, por tanto, si en esta nueva etapa Zapatero es más él mismo que nunca. La inconsistencia y la movilidad que caracterizan a los gases se adaptan perfectamente a su temperamento, y del mismo modo que las moléculas de los gases se mueven libremente por todas partes, lo veremos aparecer en los lugares más insospechados, rebotando contra lo que encuentre a su paso. Habrá, pues, que tener cuidado con él, pues que terminará la legislatura debe darse por hecho, al contar con el apoyo de los nacionalistas, que querrán exprimirlo al máximo, antes de que se les acabe el chollo que ha representado para ellos. A no ser, naturalmente, que les suceda lo que a su propio partido: que metido en un mundo que nada tiene que ver con la realidad, termine siendo una amenaza para ellos.

Pues a la realidad no se la convence con juegos malabares. Los norteamericanos tienen el conocido proverbio «puedes engañar a uno una vez, pero no a todos siempre». Se quedan cortos. Hay individuos, y nuestro presidente es uno de ellos, capaces de engañar a todos, bueno, a casi todos, siempre. Pero a quien no pueden engañar es a la realidad. La realidad es terca, obstinada, cabezota, y no hay quien consiga apartarla de su camino. Si alguien lo intenta, el bofetón que se lleva lo envía a la cuneta. Ha sido el gran error de Zapatero: despreciar la realidad. Creer que era tan manipulable como las ideas, las palabras o las personas. Pensar que basta desear algo para que acontezca. Suele ocurrir a gentes como él, que nunca han tenido problemas mayores, que se lo han encontrado todo hecho, que ni siquiera han tenido que esforzarse para alcanzar las mayores cimas. En su caso, incluso la presidencia del Gobierno. Si tan fácil le había sido llegar a La Moncloa, ¿cómo no iba a pensar que podía llegar a un acuerdo con ETA, a rehacer la estructura territorial de España, a encerrar en un lazareto a la derecha y a empalmar con la Segunda República, saltando por encima de la odiosa dictadura de Franco y la errada Transición? ¿Qué significaba ante tan grandiosos planes una crisis económica, sobre todo para alguien como él, que nunca había tenido esa clase de problemas?

Es aún hoy cuando todavía no acaba de creérselo, aunque esa crisis le haya obligado a anunciar su retirada. Ante media docena de redactores de las publicaciones más famosas de Europa se ha atrevido a decir que se dispone a «explicar en esta campaña (electoral) por qué hemos salido de la crisis». Ese «hemos salido» es impagable. Nos demuestra que Zapatero cree que ya hemos salido de ella. Me imagino a los periodistas de «Der Spiegel» o «Le Monde» abriendo los ojos al oír al presidente de un país con más del 20 por ciento de parados, con las cajas de ahorro sin sanear y las reformas exigidas aún sin hacer, asegurar que ya ha salido de la crisis. Tan fuera de la realidad se encuentra, tal es el mundo feliz en que se mueve.

«Un mundo feliz» era el título de la novela que Aldous Huxley situó en «Utopía», un lugar donde se programaba a los niños para ser felices y disfrutar de la vida. No existía en él arte, ni religión ni amor siquiera, pero sí abundante sexo y diversión. Esa era la España que Zapatero buscaba. Examinen ustedes su labor legislativa y se darán cuenta de que no hay en ella nada serio, sólido, duradero. Ni siquiera aquello de lo que más presume, lo social, y no digamos ya lo económico, en lo que se limitó a seguir la senda que ya existía, sin molestarse siquiera en controlarla. Todo ha sido leve, superficial, efectivista. Todo ha ido orientado hacia la satisfacción del individuo, nada a la sociedad en su conjunto. En este sentido, ha sido el menos socialista, el más conservador de los presidentes que hemos tenido en democracia.

Y el más equivocado, ya que esa agenda no podía conducir más que al desastre. Presiento que la historia va a ser mucho más dura con él que sus contemporáneos, ya que los años de holganza y dispendio de que hemos gozado reblandecen nuestro juicio. Pero la historia no va a perdonarle que cogiese un país que había alcanzado cierto rango en Europa y lo deje en el furgón de cola, más de dividido que nunca. Ese ha sido su mayor error. El primer deber de un gobernante es mantener unido el país, pero una de sus principales ocupaciones ha sido abrir viejas heridas.

Aunque la culpa no es solo suya. Es también nuestra. Todavía en 2004 no lo conocíamos, y el aura de novedad en que venía envuelto pudo engañarnos. Pero en 2008 sabíamos perfectamente quién era. Sabíamos de su adanismo, sectarismo, indigencia intelectual e incapacidad de reconocer errores. Todo un currículum para el desastre en un dirigente. Sin embargo, lo reelegimos en medio de una crisis que ya mordía nuestros bolsillos y trasero. Pero preferimos creerle cuando nos aseguraba que no nos afectaría.

Tampoco los españoles quisimos admitir la realidad.

JOSÉ MARÍA CARRASCAL ES PERIODISTA

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