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Columnas / EL ÁNGULO OSCURO

Cisne negro

Es una película de una belleza funeral, por momentos pútrida, que infiltra su veneno en el alma

Día 26/02/2011

ENTRE todas las películas que concurren en la tómbola de los Óscares Cisne negro es la que más me ha gustado, de modo que con toda probabilidad se irá de vacío en el reparto (aunque no premiar a Nathalie Portman se me antoja delictivo). El discurso del rey es de un convencionalismo aplastante, una de esas películas que halagan al espectador con una trama de extenuante previsibilidad, desde la primera hasta la última secuencia; un telefilm de lujo, burguesorro y complaciente, con interpretaciones eficaces y una absoluta falta de riesgo artístico. La red social me pareció pretenciosa y vacua, en el fondo una película para adolescentes, con las inquietudes y fantasías propias de la adolescencia, que son casi siempre un poco memas y sonrojantes; pero explotando esas inquietudes y fantasías un tipo listo como Zuckerberg ha fundado un imperio, de modo que hemos de concluir que se trata de una película a la medida de nuestra época, enferma del síndrome de Peter Pan. The Fighter es correcta, honesta, sólida, convincente; esto es, mediocre, una película sin abismo y con un final feliz de lo más patatero; la interpretación de Christian Bale, tan aplaudida, a mí me cargó bastante. Todo lo contrario me ocurre con la de Jeff Bridges en la espléndida Valor de ley, un western vibrante, emotivo, de un clasicismo admirable, con secuencias de muchos quilates dentro... que, sin embargo, es un remake(tal vez superior al original) de una película de Henry Hathaway protagonizada por John Wayne.

¿Y Cisne negro? Cisne negro es desazonante, delicadísima, turbia, primorosa, sórdida, de una poesía herida de abyección, de una abyección redimida por la poesía. Es una película de una belleza funeral, por momentos pútrida, que infiltra su veneno en el alma. En el frontispicio de su película, Aronofsky podría haber recuperado aquella frase del prefacio de Música para camaleones: «Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse». De esto trata Cisne negro: de la naturaleza saturnal de la creación artística, que devora a mordiscos a sus mejores hijos; de ese lecho de ortigas lindante con la locura, abonado de traumas, frustraciones y angustias inconfesables, que misteriosamente brinda un fruto de belleza... a costa de matar lenta y dolorosamente a quien lo cultiva. Porque el arte nace del dolor, se alimenta del dolor y, más allá del disfrute estético que pueda depararnos, nos transmite un eco de ese dolor, tanto más vívido cuanto más auténtico es. La bailarina de ballet interpretada por una sublime Nathalie Portman necesita ese dolor para seguir viviendo (para seguir muriendo) cada día; y, a medida que bucea en ese dolor, en su afán porque su creación sea más hermosa, se adentra en infiernos que creía a buen recaudo: trastornos alimenticios, miedos sexuales, pulsiones esquizofrénicas. Hasta descubrir, al fin, que en ese infierno se encuentra ella misma, o su reverso oscuro; y una vez liberado ese reverso oscuro, una vez traspasada esa última aduana de la locura, las dentelladas del dolor serán tan hirientes (y tan gratas) como el abrazo voluptuoso y exultante con la belleza; un abrazo que a veces mata.

Cisne negro adolece, ciertamente, de alguna truculencia gorey algún exceso psicoanalítico prescindibles; pero es una película que emociona y conturba a partes iguales, que acaricia como el vilano y muerde como la espina. Es algo así como un búcaro en el que se corrompe una flor hormigueante de gusanos. Tal vez una obra maestra.

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