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El malestar árabe

«¿Habrán logrado estas sociedades el grado de madurez suficiente para poder dar sentido a una democracia? No debemos nunca olvidar que la democracia es mucho más que el formalismo de resolver de una manera determinada un proceso de toma de decisión»

POR FLORENTINO PORTERO

MILES de personas se están jugando la vida en las calles de distintos países árabes. En unos casos lo hacen manifestándose a pesar de las amenazas y de la existencia de grupos violentos. En otros, ellos mismos se convierten en milicianos, pertrechándose de las armas que han podido encontrar y enfrentándose a fuerzas profesionales o paramilitares ¿Por qué? ¿Qué les lleva a asumir tamaños riesgos?

La respuesta no es fácil porque los seres humanos somos distintos unos de otros y porque la situación de cada uno de esos países tiene singularidades que impiden fáciles generalizaciones. Aun así, podemos tratar de responder, a sabiendas de que la verdad se esconde tras los matices y que las interpretaciones fáciles y coherentes, tan al gusto de los nuevos pedagogos y de los políticos de toda época, suelen ser más artificiosas que realistas.

Nos encontramos ante una revuelta de carácter socioeconómico. La gente se rebela porque se ha quedado sin futuro. La economía lleva años estancada y la clase dirigente ha perdido la confianza de sus conciudadanos. A través de los medios de comunicación ven cómo en otras partes del mundo la vida sigue adelante con normalidad. Caso distinto es el de su vecino Israel, esa estrecha y pobre franja de terreno entre el Jordán y el mar cuya economía crece espectacularmente mientras sus centros de investigación se han convertido en referentes mundiales. No solo se están enriqueciendo, además lo logran desde industrias de vanguardia. Ante ese espectáculo la pregunta que estos millones de personas se hacen es evidente: ¿por qué nosotros no?, y ante la ausencia de una respuesta convincente se echan desesperados a la calle en busca de un cambio, de una salida del atolladero al que una oligarquía corrupta les ha llevado.

Una revuelta económico-social tiene siempre un contenido político, aunque la ideología no sea el combustible de la explosión. Hemos visto a chicas jóvenes enfundadas en pantalones vaqueros y con la melena al aire pedir democracia. No tengo duda de que sabían de qué hablaban y que sinceramente la demandaban. Pero ¿en qué medida estos jóvenes urbanitas y educados son representativos? ¿Qué capacidad política tienen para dirigir el proceso de transición abierto, o pendiente de abrirse, en estos países? Supongamos, y es mucho suponer, que la tienen; ¿habrán logrado estas sociedades el grado de madurez suficiente para poder dar sentido a una democracia? No debemos nunca olvidar que la democracia es mucho más que el formalismo de resolver de una manera determinada un proceso de toma de decisión. Sobre todo, es una forma de convivir que se sustenta en un conjunto de valores e instituciones cívicas, y eso no se improvisa. La respuesta no puede ser única porque, como señalaba al principio, estamos ante un conjunto de estados muy distintos. Los hay que han dado pasos importantes, como Marruecos, mientras que otros parecen haber retrocedido, como Libia. Unos están más cerca de conseguirlo, sobre todo si sus elites actúan con prudencia y buen sentido, otros ni en el horizonte pueden intuir esa meta.

En cualquier caso, lo que caracteriza a esta revuelta es que la gente demanda una solución a sus problemas económicos. Algunos gritan democracia, libertad, justicia... pero ¿qué quieren decir con esas palabras?, ¿cuál es su significado real? Temo no equivocarme si afirmo que, sobre todo, demandan valores y eficacia. No están pidiendo una reforma constitucional que les equipare con los estándares europeos, sino un gobierno que actúe decentemente y que ponga fin al estancamiento económico. Cuando el Irak de Sadam Husein crecía, la gente no demandaba democracia. Cuando Egipto crecía, parecían satisfechos con sus gobernantes. En términos generales, hay un ansia de decencia y de operatividad, señales de una sociedad que despierta, que exige mayor participación... pero que todavía no siente la necesidad de vivir en democracia.

No me incluyo entre los que piensan que el islam es incompatible con la democracia, y no me engaño sobre las dificultades que el islam, por sus características culturales y religiosas, va a tener que sortear para alcanzarla. Lo tienen difícil, pero pueden conseguirlo. Elliott Abrams, una de las figuras más interesantes de la diplomacia norteamericana, fue el encargado de dar forma a la estrategia hacia el Próximo y Medio Oriente, el mundo árabe y persa, durante la Administración de George W. Bush, y cuando tuvo que darle nombre utilizó el término «transformación». El objetivo último era democratizar la región, pero para lograrlo antes había que transformarla. No se llamaban a engaño sobre las dificultades, por eso planteaban una estrategia a medio y largo plazo.

Si para democratizar antes hay que transformar, ¿qué podemos esperar de las revueltas que se suceden estos días? De nuevo evitemos generalizaciones. Lo más probable es que los efectos sean distintos en unos estados y otros. La gente elige entre lo que se le ofrece. A muchos españoles les gustaría poder elegir a Angela Merkel, pero tienen que optar entre Zapatero o Rajoy. En el mundo árabe nos encontramos con que el islamismo está presente, aunque sus seguidores son minoritarios. La mayoría quiere mirar hacia adelante, en pos de más libertad y progreso. Allí donde haya partidos capaces de capitalizar esos deseos, llegar al gobierno y gestionar eficazmente, estaremos ante importantes avances hacia la democracia. Pero cuando esa circunstancia no se dé, lo que va a ocurrir en varios casos, las opciones se reducirán a dictaduras militares o regímenes islamistas o una combinación de ambos.

La razón por la que académicos, espías, embajadores o periodistas alertan sobre el riesgo de que los islamistas se aprovechen de la situación es porque la combinación de una pobre oposición democrática y una sociedad atrasada facilita el auge de los radicales. En política, saber en qué se cree, qué se quiere y cómo conseguirlo cuenta. Los bolcheviques no eran los más populares, pero supieron hacerse con el poder. Los islamistas parten con algunas ventajas: están organizados, llevan años adoctrinando a la población, no tienen dudas de que van a alcanzar el poder y disponen de un formidable apoyo mediático. Confían en que la oposición les va a facilitar el camino y que, al fin y a la postre, los referentes culturales del Mundo Árabe son islamistas: la umma o comunidad de los creyentes, el califato, la forma natural de gobierno político y religioso, la sharia o ley. Uno elige entre lo que tiene delante y, si no hay nada mejor, el islamismo cuenta con la ventaja de estar profundamente enraizado en la conciencia de todo musulmán.

Europeos y norteamericanos podremos ayudar a gobiernos comprometidos con la modernización de esas sociedades, pero nada más. Les corresponde a ellos tomar sus propias decisiones, entre las que se encuentran tanto el desarrollo de estados de derecho como la deriva hacia un estado de guerra civil permanente —la «somalización»—. Lo único seguro es que las próximas décadas van a ser muy difíciles para estos estados.

FLORENTINO PORTERO ES PROFESOR DE HISTORIA DE LA UNED

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