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OBAMA Y EL MUNDO ÁRABE

Para una gran potencia sólo hay algo peor que tener una mala política: no tenerla. En estos últimos días tanto la prensa occidental como la musulmana han hecho especial hincapié en la falta de reacción de la Administración norteamericana ante los sucesos de Egipto, sus dudas y, finalmente, su precipitada apuesta por el cambio político. Una nación con intereses globales como EE.UU. no puede verse sorprendida por un proceso revolucionario como el ocurrido en Egipto, que está previsto y ampliamente estudiado en la literatura especializada desde hace más de quince años. Más aún, la estrategia a seguir ante el desmoronamiento de los regímenes «moderados fue uno de los temas capitales del debate político norteamericano y europeo durante la Administración Bush, que concluyó con una defensa de la necesaria democratización de la región.

¿Cómo entender entonces el despiste de la Casa Blanca? La respuesta no se encuentra en el ámbito diplomático sino en la forma de entender la política por parte de Obama. El presidente de EE.UU., como muchos dirigentes de su generación, considera que la política es, sobre todo, comunicación. Lo fundamental no es lo que se hace o se quiere hacer, sino su percepción por el ciudadano. En otras palabras, la comunicación no es sólo un instrumento para lograr un fin sino el fin en sí mismo.

Obama, como la mayoría de los gobiernos europeos, rechazó la estrategia de Bush porque a su juicio suponía una intromisión en los asuntos internos. A cambio mantuvo el status quo, apoyando a regímenes dictatoriales pero antiislamistas, lo que colocaba a la gran potencia y a sus aliados europeos en contra de los demócratas y reformistas del mundo musulmán.

Perspectiva cortoplacista

Se confirmaba así la crítica de los islamistas, tantas veces repetida y parcialmente confirmada, de que esos regímenes se mantenían gracias a que eran instrumentos al servicio de Occidente. Para tratar de congraciarse con la gente de a pie Obama pronunció su famoso discurso en El Cairo, un texto disparatado y contradictorio, redactado en la Casa Blanca y que por su nivel intelectual bien merecía haber sido leído por nuestro presidente de Gobierno. Gestos y actos, al fin, realizados desde una perspectiva cortoplacista y carentes de la cohesión necesaria para dar sentido a una auténtica estrategia, algo que requiere mucho más que comunicación.

EE.UU. no puede esperar que los reformistas árabes sientan mucha simpatía por su política, porque no han estado con ellos sino con sus torturadores. Un juicio que vale igualmente para las diplomacias europeas. En cierta medida estamos reviviendo el debate de hace décadas sobre la política hacia América Latina. Eran tiempos en que se apoyaban dictaduras conservadoras porque representaban un dique contra la expansión del comunismo. No estaba muy claro que lo consiguieran, pero de lo que no hay ninguna duda es que aquella política dañó enormemente el prestigio de EE.UU. en la región. Ronald Reagan dio un giro a aquella situación guiado por una de las figuras más interesantes de la diplomacia norteamericana, Elliott Abrams.

Aquella experiencia fue un claro precedente de la estrategia que Bush propuso para Oriente Medio y que, no por casualidad, encargó al mismo Elliott Abrams. Su fundamento residía en crear las condiciones socio-económicas que facilitaran la progresiva transición hacia la democracia, evitando saltos bruscos que podían arruinar la experiencia por la falta de valores y cultura democrática en esos países. Obama, por falta de voluntad y de claridad moral a la hora de desarrollar una auténtica política internacional, dio la espalda a esta estrategia para no complicarse la vida teniendo que forzar a unos dirigentes corruptos pero aliados.

Sin guión, Obama se ha visto desbordado por la corriente para quedar atrapado en un incómodo lodazal. Su abandono de Mubarak, hasta hace nada tratado como un estadista, le coloca a la altura de esa otra gran figura de la política norteamericana que fue Jimmy Carter, que abandonó a su aliado el Shah para entregar el poder a los ayatolás. ¿Se imaginan que estarán pensando Mohamed VI de Marruecos, Abdullah II de Jordania o incluso Buteflika, el presidente de Argelia, de lo que pueden esperar de su aliado norteamericano?

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