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«Margin call»: una de vampiros en la Bolsa neoyorquina

Kevin Spacey y Jeremy Irons protagonizan un «thriller» tóxico sobre el reventón financiero

E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

Si alguien entiende el concepto margin call (llamada al margen) es que probablemente habrá perdido unos cuantos millones de dólares cuando la flor y nata financiera de Nueva York miraba golosamente las ventanas de sus altísimos edificios y contemplaba la posibilidad de salir alegremente por ellas. «Margin call» es como se titula la película de JC Chandor, la primera en salir a competir en el Festival, y se lo explica todo al espectador como se lo diría a un golden retriever (frase de Jeremy Irons, el gran jefe de una compañía que podría ser Lehman Brothers, al empleado que descubre el botón que hará saltar todo por los aires)… Y eso cuenta la película, un thriller, puro género de terror, las horas previas al catacrak de una compañía cuajadita de activos tóxicos. Irons y Kevin Spacey tienen dos o tres escenas de pornografía financiera en los áticos de esas naves que dominan el mundo que le dan a uno ganas de vaciar la cuenta corriente y comprarse un cerdito con ranura.

El debutante Chandor presenta un Nueva York nocturno y siniestro, como Gotham, que vemos a través de las cristaleras, y presenta una empresa terrible por la que cada día pasa una guadaña llevándose las cabezas de sus empleados (generalmente, las que sobresalen), y unos directivos fracasados, amargados, solos, moribundos e impecables y a punto de renacer de nuevo como Nosferatu… La primera, larguísima y terrible escena de la película en la que se recrea el gélido despido de algunos empleados, cómo se les pasa la mano por el lomo, cómo uno de seguridad los acompaña a que recojan su larga vida laboral en una caja de cartón, cómo suena la puerta al cerrarse…, en fin, puro documental…, tal vez por eso no tiene esta película distribución en España, porque es un documental que tenemos muy visto.

Aunque no tanto como la película que siguió, «El premio», dirigida por la guionista mexicana Paula Markovitch («El lago Tahoe», por ejemplo), situada en la Argentina militar de 1976 y en la mirada de una niña. La primera hora de película no será más allá de una línea de guión: madre e hija escondidas en la playa, la niña va y viene del colegio… Una cámara extasiada en lo superfluo necesitará otra hora más para contar una anecdotilla, aunque sea autobiográfica. Es un gran ejemplo de ese cine plomizo, que se cree profundo y que es plano como el pie de un pingüino… Como veremos mucho así, habrá más ocasiones de disfrutar, al menos, escribiendo de él.

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